Quizá la mejor manera de hablar de inclusión e igualdad es haciendo una clarificación por contraste. La dignidad inalienable de cada persona es una idea hermosamente aséptica, hasta que la contrastamos con las realidades diarias del maltrato, la discriminación y el racismo.
En un mundo marcado por miedos personales, agendas grupales a favor de la división y comunicaciones sesgadas, lo habitual es discriminar a la vez que esperamos no ser discriminados. Algunos buscamos salirnos del juego, mientras cruzamos los dedos para que ese “vive y deja vivir” no resulte a la larga en soledad insoportable y depresión. Dignidad y el encuentro nos hermanan, mientras discriminación y racismo degradan nuestra realidad.
Un código legal imposible
Definimos originalmente la discriminación como un trato diferente y perjudicial que se le da a una persona por motivos de su raza, sexo, religión o ideas políticas, nacionalidad, o cualquier otro aspecto demográfico. A esto podemos hoy en día añadirle motivos basados en tipo de empleo, grupo generacional, formación académica, condición migrante, lenguaje, autonomía en la vida y también en nuestro contexto, estado sacramental o punto en la jornada espiritual, por mencionar algunas cuantas variables.
Personalmente no dejo de sorprenderme cómo encontramos razones para poner distancias, crear diferencias y maltratarnos unos a otros. Prácticamente a diario leo memes insultantes disfrazados de justicia social, escucho conversaciones prepotentes, atestiguo superioridad moral disfrazada de piedad, e incluso me toca intervenir en empresas y comunidades tullidas por el resentimiento mutuo al punto de no poder avanzar más.
Además, socialmente somos expertos perfilando grupos que confirman nuestra visión discriminante, preparándonos para la confrontación. Personalmente, noto tanta creatividad, insistencia y recursos en estas iniciativas que francamente dudo que sean iniciativas ciudadanas espontáneas. Por ejemplo una persona de ascendente europeo, con formación académica, de ingreso medio y afiliación capitalista es “fifí”. Y una mujer migrante, indocumentada, de ascendente indígena, pobre y que trabaja haciendo aseo doméstico deja de ser humana para ser etiquetada simplemente como “ilegal”. Las oportunidades para segregarnos son tan amplias que hacer un manual antidiscriminación sería titánico e infructuoso. Si consideramos la docena de cualidades descrita en el párrafo anterior hay 4,085 combinaciones posibles para discriminar a alguien y si la lista se extendiera a 20 características, habría 1,048,555 alternativas.
¿Y entonces? Intentar seguir por la ruta legal humana hacia la justicia social –mientras alimentamos nuestras preocupaciones personales y seguimos nuestra inercia social– arroja literalmente con un millón de prohibiciones, que se supone que nos llevarían a entendernos razonablemente bien unos con otros, “garantizando” la igualdad de acceso a los bienes públicos y colectivos.
Resuelto de modo magistral
Afortunadamente, a ti y a mí nos ha sido ya revelado el antídoto perfecto. En una frase que conocemos de memoria, Cristo magistralmente retoma el orden natural de las cosas, cuando nos dice ama a Dios quien te ama, y ama a tu prójimo como a ti mismo (Mt 22, 36-40 y Jn 13,34). En estas dos cosas se sintetizan toda ley digna y todo Su mensaje. Cuando reflexiono en la segunda parte, cuando Jesús me dice “ama a tu prójimo como a ti mismo” pienso quiere decir exactamente eso. Sin darle vueltas. Me invita a que le ponga tanta energía y cariñito a amar a los demás, como se la pongo a amarme a mí mismo.
Conmigo mismo soy atento, empático, razonable, dedicado, paciente y hasta me doy mis gustos. Ahora, ¿Qué hay de ti? Puedo traspasar la barrera demográfica que nos distingue y reconocer tu dignidad, igualita a la mía. Tú y yo somos gente decente y bien intencionada, o al menos eso creemos. Pero sucede que al extender este ejercicio, nos topamos con que la mayoría de nosotros no nos consideramos “bullies”, discriminadores, ni racistas y, sin embargo, muchos de un modo u otro lo somos. Así que la USCCB (2018) recomienda este interesante ejercicio:
“Como cristianos, sabemos que es nuestro deber amar a otros. San Pablo nos recuerda que la vida en el Espíritu arroja frutos de amor, paz, paciencia, amabilidad, generosidad, fidelidad, gentileza y autocontrol (Gal 5, 22-23). Ahora, sé honesto contigo mismo, examina tu conciencia y pregúntate si esas actitudes están presentes en ti respecto a la raza, [el sexo o la formación] de alguien más. ¿Acaso tus actitudes reflejaron desconfianza, impaciencia, enojo, incomodidad o rencor?”
La USCCB señala que tomar conciencia y reconocer nuestras limitaciones es tan solo el principio de un proceso que no resolveremos de la noche a la mañana. Requerimos salir decididamente al encuentro, pedir perdón por las faltas cometidas, sanar a través de la justicia cotidiana y cambiar las estructuras que perpetúan la desigualdad. En estas acciones se hará evidente nuestra convicción de que el mandamiento del amor es el ADN de nuestra vida personal, grupal y espiritual.
Referencia: USCCB (2018). Open Wide our Hearts, The Enduring Call to Love, a pastoral letter against racism. Washington, DC: United States Conference of Catholic Bishops.