A estas alturas del curso, una siente que la física que aprendimos en los últimos años de colegio resulta algo más cotidiana de lo que pensábamos en ese momento. No se trata de que necesitemos calcular la fuerza necesaria para arrastrar un objeto a lo largo de una pendiente determinada o que necesitemos calcular el momento exacto en el que se cruzarán por el camino un tren procedente de Valencia y otro de Madrid. Lo que se me hace muy real en septiembre es cómo los objetos tienen una dificultad innata para cambiar por sí mismos su estado de reposo o de movimiento. Esto, que solemos llamar “inercia”, es también lo que nos hace necesitar un tiempo de adaptación para pasar del reposo veraniego a la actividad del curso… o, al menos, esto es lo que yo misma experimento.
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Volver a poner el despertador a horas en las que aún no están puestas las calles o recuperar los horarios y las actividades propias de nuestra vida cotidiana son acciones que requieren cierto margen de tiempo hasta que vuelven a convertirse en una rutina que sale de manera espontánea. Pero, aunque solemos darnos cuenta de esta necesaria transición entre las vacaciones y el regreso al trabajo, no siempre somos conscientes de nuestras inercias interiores, aquellas que nos condicionan mucho más de lo que solemos pensar.
Matizar convicciones
Todos solemos encontrarnos cómodos ante la realidad que conocemos y a la que, de algún modo, despojamos de su poder para sorprendernos demasiado. Creemos tener claro qué está bien y qué está mal, quién es amigo y quién no, hacia dónde avanzar y qué evitar, cómo son quienes nos rodean y, incluso, el mismo Dios en el que creemos. En cambio, cuando algo consigue vencer esa inercia interior, se nos permite descubrir que quizá la realidad es más compleja, que las circunstancias pueden exigirnos matizar nuestras convicciones y que los otros (y el Otro) son inabarcables e irreductibles a las imágenes que nos hemos ido haciendo sobre ellos.
Nadie está libre de estas inercias. Así lo demuestra la sabiduría popular, cuando afirma que “más vale lo malo conocido que lo bueno por conocer”. Jesús, en el tercer evangelio, lo dice de modo más sutil: “Nadie, después de beber el vino añejo, quiere del nuevo porque dice: El añejo es el bueno” (Lc 5,39). El problema es que el paladar se va educando a nuevos matices y diversos sabores en la medida en que nos atrevemos a saborear aquello que “no nos sale” probar, porque se escapa de “lo de siempre”. Esta nueva etapa que comenzamos tras el verano estará llena de situaciones, personas, proyectos e ideas que, si bien supondrán vencer con dificultad la inercia de nuestro movimiento, son capaces de educar nuestro paladar para permitirnos reconocer gustos y regustos que antes se nos pasaban desapercibidos.