Inmigrantes: “Forasteros fuisteis vosotros en el país de Egipto”


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Nadie emigra por placer. Dejamos nuestra tierra y nuestra gente, todo lo que nos es conocido y familiar, porque la sociedad en la que hemos nacido no nos da lo que necesitamos. No hay trabajo, no hay perspectivas de mejora, no hay seguridad o a veces ni siquiera hay lo más necesario para sobrevivir. Arrostramos peligros en el camino hacia la tierra prometida, sin la certeza de llegar, con el riesgo de perder la vida en el intento. No es posible saber qué significa ser pobre o no tener derechos si no se ha estado en esa situación.



El inmigrante no es ni mejor ni peor que nosotros mismos; solo, más necesitado. Conviene preguntarse qué haríamos cada uno en situaciones de necesidad extrema. ¿Robaríamos si tuviésemos hambre o frío, o viésemos morir a nuestros hijos?

Afrontar la integración

Una vez en el primer mundo, viene el problema de la integración, de la falta de conocimiento o dominio del lenguaje, de sobrevivir en un medio por lo general ajeno y hostil. La necesidad de acogerse a la caridad pública, civil o religiosa, a la zozobra de la falta de papeles, del riesgo de explotación personal o laboral.

Puede surgir la tentación de recurrir a la delincuencia si no se ve otra salida. En pocos casos, los inmigrantes fueron delincuentes en sus países de origen. Se hallan inmersos en una jungla administrativa difícil de recorrer, cambiante de unas autonomías a otras, a merced del uso político de lo que es un drama humano.

Arma arrojadiza

¿Qué podemos pensar los ciudadanos del país receptor ante una situación de inmigración incontrolada que las autoridades políticas parecen incapaces de manejar? Una ciudadanía con sus propios problemas y necesidades, en ocasiones sorprendida y asustada, en no pocas desinformada o manipulada, que contempla cómo el actual Gobierno ha convertido un problema de extrema envergadura en un arma arrojadiza contra los partidos de la oposición.

Es momento de recordar el libro del Éxodo y la advertencia que hace Moisés a su pueblo: “Forasteros fuisteis vosotros en el país de Egipto”. Recordemos nuestra propia historia reciente, no tan dramática, pero no menos significativa para esta reflexión: nuestros paisanos hacían la maleta en los años 50 y 60 y marchaban a Alemania, Suiza, Francia, Austria. Todavía recuerdo la estación de Irún llena de gente con grandes bultos esperando el tren. ¿Qué encontraron allí? Quizás un trabajo mejor remunerado, pero también el desprecio de la población local, la soledad, frío exterior e interior; en suma, desarraigo, una de las consecuencias más dolorosas de marchar de la propia tierra: al volver, uno ya no es de aquí, pero tampoco del país al que marchó. Es un extraño en los dos, porque los países, como las personas, cambian, y se pierden las referencias y el ritmo de esos cambios.

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La dificultad de volver

Una persona procedente del tercer mundo tendrá difícil volver, porque ya no se adaptará a la inseguridad, a carecer de cuidados sanitarios de calidad, de servicios públicos que funcionen. Si regresa a su país de origen, siempre comparará lo que encuentre con lo que conoció, aunque no perteneciese aquí, donde el idioma, la comida, y las costumbres le eran ajenas, pero quizás disfrutó de una educación para sus hijos y una sanidad para él y su familia impensables en el país donde nació. Es posible que ya en ninguna parte encuentre un hogar, y vivirá con el recuerdo de una patria que ya no existe. Hace falta una consistencia muy profunda para comprender que cada uno somos nuestra patria y nuestra casa, y ni siquiera eso evita amarguras y soledades.

El problema de la inmigración incontrolada es muy complejo y los ciudadanos individuales carecemos de respuestas, pero podemos reflexionar sobre lo que nos rodea e intentar tratar a los inmigrantes que encontremos como hermanos, o al menos como semejantes y no como enemigos. Preguntarnos cómo viviríamos nosotros el tener que dejar atrás todo lo que nos da seguridad y a veces identidad, perder familia, amigos, referencias. Sentirse despreciado, rechazado, observado como un extraño.

Demagogia

Sin embargo, conviene evitar recetas facilonas, muchas veces prescritas por quienes nunca trabajaron ni estuvieron con inmigrantes, y mucho menos dedican su tiempo o dan nada propio a alguna de estas personas. Términos como “solidaridad, refugiados bienvenidos” y similares resultan obscenos en según qué bocas y qué contextos. La demagogia en este tema tan difícil se ha convertido en la norma de los actuales gobernantes.

Me limito a compartir reflexiones de una persona que observa la realidad y no le gusta lo que ve, que carece de soluciones pero que sabe que, en otras épocas, también nosotros fuimos forasteros en otro país, y ojalá no nos vuelva a ocurrir en nuestra historia como sociedad y como nación.

Recen por los enfermos y por quienes les cuidamos.