2 de septiembre de 2015. Tan solo hace cinco años. Una fotografía dio la vuelta al mundo. Un cadáver infantil en las playas. Y cuya tragedia el padre del niño narraba así: “Las manos de mis dos niños se escaparon de las mías, intentamos quedarnos en el bote, pero el aire disminuía. Todo el mundo gritaba en la oscuridad. Yo no lograba que mi esposa y mis hijos oyeran mi voz. Quiero que todo el mundo vea lo que nos ha ocurrido en el país al que vinimos a refugiarnos de la guerra. Queremos que el mundo nos preste atención para que puedan impedir que esto les ocurra a otros. Que mis hijos y mi esposa sean los últimos”.
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Abdulá Kurdi, el padre del niño de solo tres años, Aylan Kurdi, el llamativo cadáver en las playas que conmocionó a Europa y al mundo, contaba así la tragedia de cuya voz nos sigue llegando su eco después de cinco años. Y a la que acompañaba, en un relevo doliente hasta la impotencia, la de un soldado llevando el cadáver del niño en brazos.
Traigo el recuerdo en la vuelta al curso cotidiano de los acontecimientos justo en la misma fecha en que escribo para Vida Nueva.
La sensibilidad de una lectora, María de los Ángeles P. Martin, en su momento, me trajo al hilo de ese trágico suceso un cuento del escritor Khaled Hosseini, autor de ‘Cometas en el Cielo’ y embajador de buena voluntad de ACNUR. Este, entre otras bellas obras, escribió una ‘Oración del Mar’ que he releído hoy mismo. Se trata de una carta imaginaria en forma de monólogo que un padre sirio envía a su hijo en vísperas de emprender la travesía por mar hacia Europa. Imaginaba la mirada del padre en los primeros pasos de la vida de su hijo y le ponía palabras como estas: “Miro tu perfil bajo el resplandor de esta luna en cuarto creciente, niño mío, tus pestañas como caligrafía, cerradas en un sueño inocente. Y te digo: “Coge mi mano. Nada malo te va a pasar”. Porque lo único en lo que puedo pensar esta noche es en la profundidad del mar, en su inmensidad, su indiferencia (…). Me siento tan impotente para protegerte de él. Lo único que puedo hacer es rezar. Rezo para que Dios lleve el barco a buen puerto, cuando la costa se pierda de vista y seamos una motita en las aguas agitadas, inclinándose y escorando, tragados”.
Llegó hasta tal punto el oleaje mediático de dicha fotografía que, la satírica revista ‘Charlie Hebdo’, en una edición de ese mes y a quienes asesinos inhumanos atacaron inmisericordemente en un atentado terrorista terrible con 12 víctimas y que estos días se juzga en Francia, abundaba sobre el tema. Y lo hacía con una insultante y provocadora caricatura en su portada en la que se da la bienvenida a los migrantes mientras un hombre recostado en un sillón utiliza a un desplazado como reposapiés y le dice: “Aquí estáis como en casa”.
El papa Francisco. en Laudato si’, advierte sobre el emotivismo y el utilitarismo. Un riesgo que sucede como fáciles movimientos frente a la foto de este niño ahogado u otras similares. Subrayo que el emotivismo surge “a cántaro” como solidaridad de “huracán e inmediatista”. ¡Y ante la que es difícil sustraerse! Pero, ¡ojo!, que el inmediatismo carece de los mínimos y necesarios elementos para poder interpretar y actuar con suficiente profundidad esa realidad que contemplo o que me escupe a la cara. Hay que seguir más allá. Compasión para la acción. La ola provocada por la fotografía de Aylan hace cinco años en una lectura emotiva me llevará a ver que es fácil conmoverse ante los que huyen de la guerra, por ejemplo, pero no tanto ir más allá ante esa u otras pobrezas invisibles o verdades de la vulnerabilidad escondida. Y olvidando, por ejemplo, que el hambre también mata. A causa de ciertos emotivismos tengo miedo a las frustraciones que se generen cuando a la generosidad se le pida permanencia en el tiempo, acompañamiento maduro personal y comunitario, formación que abra el foco y respuesta ante las fracturas en la cohesión social.
“Aylanes” permanentes
El impacto emocional de aquella foto fue una gota en el mar que necesita mucho más todavía para colocar en primer plano el drama migratorio tan condicionante de nuestra realidad mundial. O los dramas de otros empobrecidos. Emoción, sí. Pero análisis también. Y actuar en consecuencia. No solo con parches. Porque seguiremos teniendo fotografías parecidas. Pero la realidad de los “aylanes” permanentes (reflejos del fracaso de Europa y de los “países del Norte”) y de otros millones de empobrecidos –por otras miles de causas– seguirá sin ponerse en primera línea. Son miles de fotografías que clavar en la mirada, en el corazón y en la reflexión. Para la formación y para la acción. El valor del icono de Aylan es su capacidad de síntesis ante la pobreza y vulnerabilidad que no podemos callar. Aunque estemos en pandemia. O precisamente por ello. En las víspera de la crisis rotunda que la pospandemia generará.
Por eso, como la oración del mar dice al final, rezo para que el mar lo sepa.
Insha’Allah