Ante el Primero de Mayo y en estos días en el que ni la fiesta del libro se ha escapado del confinamiento celebrando el aniversario de la muerte de D. Miguel, quiero volver a Cervantes y hacer mía la locura de D. Quijote para que no se me decaigan los ánimos encerrados que, como las alas de los libros, también ansían la vida al aire libre y el vuelo de la libertad. Para mí y para tanto vulnerable como está sufriendo estos días en todos los ámbitos de la movilidad humana (feriantes, pescadores, migrantes, refugiados, víctimas de trata, etc). En concreto me voy a referir a los migrantes y refugiados. Hacer propia la locura quijotesca me parece que es situarse en una forma sublime de cordura. La misma que la de “un hombre vestido de blanco”, aunque esté solo en Roma, rodeado de la inmensa columnata de Bernini en el Vaticano, está haciendo. Reclamando la renta mínima vital para los pobres como acaba de demostrar en su última carta a los Movimientos Populares. Me lo imagino ansiando encontrarse con ellos, en Roma, en África, en Lesbos… acariciar refugiados, llorar con ellos y a poner en pie su dignidad. Y la de todos los trabajadores. Bendita locura que no se evade de la realidad sino que se ancla en ella.
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Retomo estos días algo de a Goytisolo, que en el acto de entrega del Premio Cervantes de 2015 nos llevó a esa bendita locura de D. Quijote recordando que deshacía nuevamente “tuertos” y socorría a los “miserables”, es decir, “acometiendo lanza en ristre contra los esbirros de la moderna Santa Hermandad que proceden al desalojo de los desahuciados, contra los corruptos de la ingeniería financiera o al pie de las verjas de Ceuta y Melilla que él toma por encantados castillos con puentes levadizos y torres almenadas socorriendo a unos inmigrantes cuyo único crimen es su instinto de vida y el ansia de libertad”.
Si te quedas físicamente en casa, como es nuestra obligación, no destierres alimentar y no olvidar la hospitalidad y la solidaridad como pretenden vallas y verjas de todo tipo y colores. Que la desconfianza no anide en tu corazón. Confía y ábrete al otro –como puedas–, como hizo un voluntario de la diócesis de Madrid en un viaje de vuelta justo en los días de la pandemia ya avanzada. Y en vez de –en un viaje de ida– acoger a migrantes en estos tiempos de coronavirus, lo que hizo fue irse a convivir confinado con ellos. En muchos otros lugares, la Iglesia como hospital de campaña sigue haciéndolo.
La hospitalidad
Hospitalidad. Hermosa palabra. Femenina. Seña de identidad para muchas culturas y religiones, la hospitalidad es un valor primordial. “Sean buenos… con sus vecinos parientes y no parientes… y también con el viajero”, dice el Islam en la 4ª Sura. No está de más recordarlo en tiempos del Ramadán. Y por recoger un texto cristiano, escojo el episodio de Abraham (Gn 18,1-3), que resalta la fecundidad de la hospitalidad. Abraham acoge junto a su tienda, al mediodía, cuando más calentaba el sol, a tres misteriosos personajes, que, en premio a la acogida, dejaron para él y su esposa la bendición de la fecundidad. Aludiendo a este hecho, la Carta a los Hebreos recomienda la hospitalidad y añade: “Algunos, sin saberlo, hospedaron a ángeles” (Hb 13,2).
Es necesario seguir dejando crecer el ansia de hospitalidad y la fraternidad hacia fuera aunque sea solo con lecturas, con miradas, con gestos, con aplausos… Por supuesto con los que convivas y si se puede, presencialmente, como lo están haciendo tantos héroes estos días. Hospitalidad necesaria –como el pan de cada día– para recoger el ansia de vida y el instinto de libertad que están en la base de los Derechos Humanos. No será baldío reflexionar sobre ello ahora que tenemos tiempo para ir a lo esencial de nuestras vidas.
Atravesando los siglos… refugiados de ayer y hoy, y otros empobrecidos cuyo único crimen es el ansia de vida y el instinto de libertad. Siguen ahí, irregulares o no con contratos basura o sin ellos. Pero desde su sitio humilde, y con carencias mayores a las nuestras, les seguimos solicitando para el campo, para nuestros niños y abuelos, para los trabajos que otros no quieren, etc.
El Papa pide un “salario universal” para los trabajadores que no tienen uno “estable para resistir”. “Porque tal vez sea tiempo de pensar en un salario universal –dice– que reconozca y dignifique las nobles e insustituibles tareas que realizan; capaz de garantizar y hacer realidad esa consigna tan humana y tan cristiana: ningún trabajador sin derechos”. No está de más recordarlo ante el Primero de Mayo .
Nos lo ha recordado recientemente Luis Argüello, secretario general de la CEE en el número de Ecclesia de esta semana: “El trabajo es un derecho fundamental y un bien para el hombre, un bien útil, digno de él, porque es idóneo para expresar y acrecentar la dignidad humana” (CDS 287). Por ello, la clave está en generar, con un respeto grande a la realidad, una economía que promocione, para lo cual, quizá sea necesario –en tiempo de pandemia sin duda– un ingreso vital abierto a la promoción y al trabajo digno. Pero no se puede hablar de rentas mínimas sin plantearnos la justificación de las rentas máximas”.
Migrantes, refugiados, trabajadores, etc., nos están ayudando a sobrevivir. Desde la igual dignidad a la mía, a la de todos. “Sábete Sancho, que no es un hombre más que otro si no hace más que otro. Todas estas borrascas que nos suceden son señales de que presto ha de serenar el tiempo y han de sucedernos bien las cosas; porque no es posible que el mal ni el bien sean durables, y de aquí se sigue que, habiendo durado mucho el mal, el bien está ya cerca” (Don Quijote de la Mancha). Un bien para todos a reforzar tras la pandemia. Pero desde ya.