Institucionalizar la normalidad


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Pepe LorenzoJOSÉ LORENZO | Redactor jefe de Vida Nueva

“En este tiempo de balances sobre la JMJ de Madrid se está pasando de puntillas sobre la colaboración institucional entre el Gobierno central y la jerarquía eclesial, y debería remarcarse. Parte del éxito de la convocatoria se debió a que, tras siete años de puñaladas traperas, ambas partes han dejado al margen otros intereses”.

En este tiempo de balances sobre la JMJ de Madrid se está pasando de puntillas sobre la colaboración institucional entre el Gobierno central y la jerarquía eclesial, y debería remarcarse. Parte del éxito de la convocatoria se debió a que, tras siete años de puñaladas traperas, ambas partes han dejado al margen otros intereses y se han fijado en el bien común de sus ciudadanos y fieles que, en su mayoría, quieren tener la fiesta en paz.

Que incluso se hayan podido establecer relaciones cordiales no es poco, teniendo en cuenta que quienes querían eliminar los símbolos religiosos del espacio público han visto pasos de Semana Santa desfilando por el centro de Madrid, en el mismo lugar donde, no hace tanto, eran anatematizados por algunas de sus leyes.

Es esta normalidad institucional la que debería ahora institucionalizarse, gane quien gane las elecciones del 20-N. Cada uno en su lugar: ni confinados en las sacristías ni pasando lista al comulgar. Claro que hasta aquí ha habido un camino que la ignorancia y los mutuos prejuicios llenaron de espinas. Y, probablemente, quien más haya aprendido haya sido el propio Zapatero, porque, también en esa asignatura, era el alumno con menos aptitudes para la materia.

No se ha convertido, es seguro, pero, lo mismo que otros antes, lo que ha visto le ha servido para comprobar que las raíces no estaban tan secas y que es preferible remover un avispero que el hondón espiritual. Antes se jactaba de no temer a la Iglesia; ahora la respeta, aunque en su interior la siga despreciando.

El día de su encuentro con Benedicto XVI en la Nunciatura solo le faltó coger el sillón en volandas y acercarlo al del Papa para poder escucharlo mejor. Allí, solícito a los gestos de su interlocutor, no apeó la sonrisa ni un instante. No era necesario tanto. En cualquier caso, es una lástima que para llegar hasta allí, a la corrección formal, hayan sido necesarias dos legislaturas y una monumental crispación. Pero no ha sido el presidente el único en tomar lecciones. Algunos obispos han tenido que aprender a disimular.

En el nº 2.766 de Vida Nueva.