El debate continúa y va para largo. Recientemente en la Revista Vida Nueva ha aparecido un pliego que trata el asunto. Y, aunque la conversación se hizo muy pública hace unos meses, realmente es permanentemente actual. Cada generación, diría yo, se ha planteado cómo presentar el cristianismo a sus contemporáneos no afines, desatando siempre demonios internos, que siendo muchos como son y sabiendo dividir a un lado y otro, tensan y tensan hasta romper. Basta con leer algo honestamente sobre los primeros concilios y asomarse al hondo pozo de la patrística para reconocer la permanencia del debate: fidelidad y encerramiento, frente a apertura y diálogo. Alguna voz, de vez en cuando, pregunta si son incompatibles ambas.
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En este caso el tema se ha “intelectualizado” mucho. Y siendo de los que leen, reconozco que no es esto lo que debería enfatizarse. Se trata de un problema mucho mayor, que identifico más con la “formación” que con la “inteligencia”, con la “razón” más que con la “ilustración”. Por recobrar una figura olvidada, me parece que lo que se necesita, en primer lugar, es “erudición”. En su sentido etimológico incide en la depuración de la persona, en alcanzar finura, en dejarse cincelar por la realidad, por lo exterior a uno mismo. Un camino que se comienza, por tanto, con una cierta dosis de objetividad que nos aleje de la pasión por la propia opinión y domine en cierto modo el carácter, que signifique apertura sincera y libre a la realidad con su enorme complejidad y dureza.
El “erudito” es, por tanto, esa figura que logra sacarnos de la ignorancia que se ignora a sí misma. Y en su mismo sentido provoca atracción y admiración. Tengo por tales a ciertos amigos con quienes pasear y ver “cosas” es un deleite, a profesores a los que no me importaría escuchar cien veces, a compañeros a los que preguntar sobre esto o aquello y con quienes admirarme. Al erudito, en este sentido que subrayo caricaturizándolo, le suele molestar que se le use de tal modo. Pero en el grupo es respetado precisamente por esta capacidad para despertar maravillamiento por la realidad. Le faltaría, en esta descripción, algo de pasión por un mundo más bello, en el que la barbarie no estuviera tan presente.
Con el “erudito” que nos “refinaría” y “elevaría” no estaría hecha ni la mitad del camino, a decir verdad. Tanta “exterioridad”, tanto “ensimismamiento” termina apresando a algunas personas de tal modo que se convierten a sí mismas en la misma objetividad con la que tratan todo lo demás. Después de encontrar al “erudito”, que es bueno en la juventud, tendríamos que dar con “el sabio”, que sabe de la vida y que sea capaz de volver la mirada hacia nuestra propia vida. No para hacer de ella “moralina” y “exigencia”, sino más bien para reconocernos de modo diferente: como pregunta, como inquietud, como deseo y voluntad, como proyecto… y de tantas formas como se pretende nombrar esto que somos y no poseemos al mismo tiempo.
Personas sabias
Nuestro tiempo, como todo tiempo, necesita sabios cuya vocación sea precisamente ser luz honesta y justa, cuya vida diga algo y oriente camino recuperando historia, narrando horizontes. Sin el sabio que humaniza a la humanidad, estaríamos absolutamente perdidos, como probablemente ocurra en nuestro tiempo. La cultura -duele, pero hay que añadir “la buena cultura”- trata de abrir caminos sociales y compartidos hacia la sabiduría de todo tiempo y momento. La persona sabia comparte vida desde esa vivencia personal y propia de la realidad, con la que de algún modo está reconciliada y cuyo vínculo aporta esperanza.
Donde me gustaría llegar, y lo que quisiera proponer en el fondo, es a la necesidad imperiosa de separarse de un debate complemente ideologizado (intelectualizado) sobre el cristiano en el siglo XXI, y a volver más allí donde -bien entendida- la Biblia pone el núcleo y lo esencial de la persona: la vida. La razón limitada y limitante que olvida la vida personalmente vivida por cada persona, cuya objetivación convirtiéndola en “una cosa más entre otras” es la pura barbarie que antecede al horror de la guerra y el nihilismo, debería inclinarse a una reflexión mayor y volver a considerar de pleno interés aquello que precisamente da plenitud al ser humano. Aquí está, a mi entender, el único camino realmente fecundo por el que la Iglesia puede abrirse otra vez a sí misma y al mundo siendo creadora y recreadora de cultura, esto es, de camino y orientación hacia la Vida.