Por ‘inteligencia emocional‘ -mencionada en primera instancia por Daniel Goleman– podemos entender la habilidad de entender, usar y administrar nuestras propias emociones en formas que nos permitan conocer mejor la realidad, comunicarnos efectivamente, aminorar conflictos, empatizar con otras personas, superar desafíos y, de modo colateral, reducir el estrés.
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Sus cinco pilares clásicos son: la autoconciencia, la autorregulación, la motivación, la empatía y las habilidades sociales. ¿Podemos aplicar esta teoría a nuestras prácticas pastorales? Creo que no sólo es deseable, sino urgente, de acuerdo al cambio climático eclesial en desarrollo.
Vayamos tiempo atrás. La racionalidad propia de la época moderna en la filosofía, desde Descartes hasta los discípulos de Hegel, hizo que se privilegiara al intelecto sobre el corazón. El primero era especulativo. El segundo afectivo. Aquél nos proveía de objetividad y coherencia sistemática. Éste se sometía a los vaivenes del sentimiento, siempre deletéreos y mutantes.
En la teología pasó lo mismo, y como lo afirma Martínez Gordó, este papado bergogliano -con su pastoral correspondiente- quiere estar presidido por “la misericordia”, y no por “la verdad”, como sucedía con la teología clásica. En ésta privaba la abstracción, el dogma monolítico, la ciencia alejada de los avatares humanos; en aquélla reina la comprensión -que no la justificación- y la sensibilidad hacia lo concreto.
Es comprensible, entonces, que quienes critican a Francisco de Roma por sus posiciones misericordiosas, en especial hacia las personas más vulnerables y a quienes nos hemos encargado de alejar no sólo de nuestros templos -que sería lo de menos- sino de la misma gracia sacramental, privilegien la verdad basada en conceptos que las actitudes surgidas de la misericordia.
Bien harían estos adversarios al magisterio papal en acercarse a la inteligencia emocional pastoral, es decir, a aquella que no desprecia las verdades fundamentales de nuestra fe, como el respeto a la dignidad de todos los hijos de Dios, independientemente de sus conductas, pero que también busca comprender, con un movimiento misericordioso, sus historias de sufrimiento y marginación, incluyéndolos y no excluyéndolos, acercándolos y no alejándolos.
No podemos juzgar solo con el derecho canónico en la mano, ni con los reglamentos de una casuística moral, muchas veces modificables con el paso de los años, sino también, y en primerísimo lugar, con el Evangelio, con el ejemplo de Jesús, que se distinguió por su misericordia y su inclusión.
Ojalá y la frialdad de la razón teológica dogmática se caliente con la sensibilidad de la misericordia pastoral. Ojalá y, desde el seminario, se evalúe no sólo la solidez doctrinal de los candidatos al ministerio presbiteral, sino también su sensibilidad pastoral.
Pro-vocación
Y si alguien tenía dudas sobre la firmeza doctrinal del cardenal Víctor Manuel Fernández, prefecto del Dicasterio para la Doctrina de la Fe, pues nos acaba de presentar ayer sábado la nota ‘Gestis verbisque’ (palabras y gestos). Dicen los encabezados que el texto busca prohibir la imaginación revoltosa de algunos curas, propensos a cambiar las fórmulas sacramentales. Lo leo y platicamos el próximo domingo.