Un amigo me llama para decirme que está leyendo el último libro publicado por Josep María Esquirol. Si no lo conocéis, es un texto breve y sugerente, en torno a la humanidad que somos y que otros son, colmada de concesiones a la fragmentación y fragilidad con la que la posmodernidad contempla todo. Encontraréis preguntas, pistas y orientaciones, y una cierta repetición que, como agua de lluvia fina, va empapando al lector. Es decir, en lugar de plantarse delante del esclavo de la caverna y gritarle “¡Salgamos de aquí!”, lo que pretende es poner una especie de despertador progresivo.
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Segunda Guerra Mundial
Efectivamente, si alguien lo ha leído, las fuentes que maneja Esquirol son verdaderamente intensas. Me pregunto si ese ramillete de autores y autoras (perdón por la redundancia necesaria) a quienes debe gran parte de su posición filosófica serían asequibles hoy a un gran público, tal y como fue precisamente su intención, o si lo que estamos haciendo es rebajar sus cuestiones y respuestas. A mi entender, se nos olvida que las palabras, ahora extremas y exageradas de aquellos, vienen en gran medida como respuesta al horror ante las barbaries de los totalitarismos del siglo XX, muy especialmente de la Segunda Guerra Mundial, que ellos conocieron en su propia vida y no en películas, ni relatos, ni tenían que recordar usando memorias ajenas. Se nos olvida que la vida se puede volcar tanto sobre lo peor de lo peor, sobre la catástrofe más extrema, que la única respuesta que vale es tensionar en la dirección opuesta.
De aquellos que Esquirol lee, para dialogar con el gran público, no se extrae el reclamo de una interioridad más y más profunda, sino de una interioridad capaz de darse de bruces de forma sensible con el otro. La sensibilidad no está al servicio de “agustismo” o de formas de egoísmo y amor propio, sino del reconocimiento del otro, sea quien sea, cercano o lejano, de cualquier condición o situación. Y todos aquellos no lo decían homiléticamente, mucho menos para entretener a nadie con lecturas, sino como exigencia, con la intensidad propia de ese descubrimiento, intentando dar fundamento al reconocimiento de esos Derechos Humanos que quedaron desprovistos en su redacción de lo Absoluto, del Otro.
Sea como sea, los tiempos van virando tan rápido hacia extremismos de tal calaña, ya tristemente conocidos, que a lo mejor es tiempo de recuperar la intensidad de esas fuentes, incluso de buenísimos autores previos a la Barbarie que ya avisaban de las peligrosísimas rampas por las que la cultura europea descendía felizmente complacida en su velocidad y poco más. ¿No será tiempo, de verdad, de hacer memoria hasta las lágrimas para revolverse desde la humanidad que compartimos contra el odio y la división, contra la exclusión y la superioridad de unos frente a otros, contra las guerras ya iniciadas?