En política, como en tantos otros ámbitos de la vida, estamos bajo el “imperio de lo mediático”. El grado de relevancia de una opción política, la importancia de tal o cual propuesta de ley… es directamente proporcional al grado de visibilidad mediática, de presencia en las redes o de las veces que es pronunciada por youtubers, instagramers o tiktokers.
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Por eso, nadie discute hoy la importancia de “manejar bien” los medios de comunicación y redes sociales, para poder hacerse hueco en el ya de por sí saturado escaparate social. Algunos, bien lo hemos comprobado estos días, han labrado su proyección política así.
Lo notorio y lo bueno
Tras esa constatación, se desliza un pensamiento del que a menudo no somos conscientes, pero con una trascendencia fundamental: lo más notorio o conocido es lo necesario o bueno.
De hecho, es un mecanismo promovido desde plataformas tan cotidianas como la publicidad, que muy a menudo consigue vestir “so capa” de beneficioso aquello que, simplemente, se ha convertido en deseado por su abundante exposición. Existen miles de ejemplos que podrían ilustrarlo. Y la política no se salva de ello.
Así, es constatable que las personas que tienen más impactos comunicacionales, también consiguen un mayor seguimiento de sus siglas y/o propuestas políticas. Y eso, además de legítimo, puede ser genial si lo que se persigue construye el bien común, una política sana y una sociedad cohesionada y fraterna. Pero si los objetivos -públicos u ocultos- son los opuestos, las consecuencias pueden ser desastrosas.
La pequeña gran política
Y es que, a menudo, lo más justo y conveniente, no es asimilable con lo que más se oye o conoce. Es más, a menudo es lo contrario: lo mejor no siempre es lo que más se visibiliza.
Eso parece deducirse -a nivel político-, de la contracultural parábola de la semilla de mostaza de Jesús de Nazaret: los procesos nacidos desde la pequeñez y la aparente irrelevancia, pueden llevar en sí el germen de la transformación y aproximarse, más que los grandes relatos ideológicos, a lo que la sociedad realmente necesita.
Quizá, porque los contextos pequeños son los que mejor activan los microcambios que, a la postre, pueden configurar la nueva realidad que el mundo demanda.
Admito que esto puede sonar a justificación de los cortos resultados vividos -a pesar de presentarnos en una coalición con mucho sentido- en las últimas elecciones. Pero es cierto que, por encima de ello y de nuestra “aparente irrelevancia”, la inmensa mayoría de las personas que nos siguen no dejan de devolvernos la importancia de nuestra existencia y de nuestra propuesta.
Qué duda cabe, pues, que la “gran” política (la que da respuesta a los desafíos del momento), tiene mucho de “pequeña” política, de la que comienza en los proyectos humildes y desconocidos. Porque, al fin y al cabo, la idoneidad de los mismos se mide por la calidad del proceso que realiza y los frutos que, tarde o temprano, cosecha, y no por los resultados electorales.
Por eso, seguiremos creyendo aquello de que somos el cambio que queremos ver en el mundo (Gandhi), y mostrando “la fuerza de lo pequeño”, por mucho que los votos no acompañen.