Desde las lejanas tierras del sol naciente nos llega este impresionante testimonio de cómo el conocimiento de Cristo puede cambiar radicalmente la vida de una persona. Llegado el cristianismo a Japón en el siglo XVI, traído inicialmente por San Francisco Javier y los jesuitas que le siguieron, su modo de entrar en contacto con la comunidad local era sumamente cuidadoso: intentaban relacionarse primero con los líderes, procurando respetar la tradición y la cultura local. Con la llegada de los franciscanos y los dominicos, los primeros grandes grupos de cristianos germinaron, en particular en Nagasaki, que a finales del siglo XVI ya contaba con 300.000 fieles. Pero una serie de factores llevaron a la ruptura porque el poder local temía esta nueva creencia, considerada un brazo de Occidente para penetrar en la cultura nipona. Y las persecuciones comenzaron pronto: primero con el shogun Hideyoshi (los primeros 26 mártires cristianos canonizados son de su época, 1597), luego, veinte años después, bajo los Tokugawa, quienes prohibieron el cristianismo en Japón.
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En 1614 Tokugawa Ieyasu, Señor de Japón, firmó un edicto de expulsión de los cristianos extranjeros y prohibió a los cristianos japoneses practicar su religión. La política del régimen se volvió cada vez más represiva. Una revuelta popular estalló en Shimabara, cerca de Nagasaki, entre 1637 y 1638. La revuelta, animada principalmente por campesinos, fue sofocada con sangre, y a ella siguieron numerosas ejecuciones sumarias: fueron masacrados 40,000 convertidos. En este contexto se inserta la historia de Iustus Takayama Ukon: perteneciente al grupo dirigente de la nobleza feudal japonesa, participó activamente en la vida política y en las luchas que se llevaron a cabo en el país, pero al mismo tiempo, después de su conversión al cristianismo, se dedicó a difundir la fe y a ayudar a consolidar la Iglesia, incluso a través de la fundación de seminarios para la formación del clero local y el apoyo de los misioneros jesuitas. Llegado el momento de la persecución, afrontó el exilio en lugar de renunciar a su fe cristiana y murió en Manila en 1615.
Efecto ‘conversión’
Había nacido y recibió el nombre de Hikogorō entre 1552 y 1553 en el castillo de Takayama, tres años después de que San Francisco Javier hubiera evangelizado en Japón. Su padre, Takayama Hida-no-ami Zusho, pertenecía a la nobleza militar, por lo que desde 1558 la familia Takayama se trasladó a la fortaleza de Sawa. Los Takayama eran daimyō, esto es miembros de la clase de señores feudales gobernantes que ocupaban el segundo lugar después del shogun en el Japón medieval y de la primera edad moderna. Los daimyō poseían vastas propiedades y estaban autorizados a tomar las armas y contratar samuráis. Dado que gozaban de gran respeto, los Takayama pudieron apoyar las actividades misioneras en Japón, fungiendo como protectores de los cristianos japoneses y de los misioneros jesuitas. Según las fuentes de la época, esta familia influyó en la conversión de decenas de miles de japoneses y muchas vocaciones.
En 1563, el padre se convirtió al cristianismo y fue bautizado, junto con sus súbditos (unas 150 personas) y su familia. Así, Hikogorō fue bautizado cuando tenía 12 años como Justus por el sacerdote jesuita Gaspare di Lella. Sin embargo, la fe cristiana aún no echó raíces en Iustus durante la juventud. Sin haber recibido una verdadera enseñanza catequética, aprendió a vivir la fe de sus padres pero dominado por la mentalidad de la época, basada en el derecho del más fuerte y poderoso.
Giro misionero
En este contexto hay que entender el duelo en el que se batió en 1573 con Wada Aigiku Korenaga, que murió una semana después a causa de sus heridas. Este duelo, en el que Iustus también sufrió heridas que le obligaron a guardar cama, significó un punto de inflexión en su vida, haciéndole reflexionar sobre el sentido más profundo de la misma. Su fuerte experiencia coincidió con un cambio en el modo de actividad misionera de los jesuitas: la catequesis fuertemente apologética, preocupada por contrarrestar las enseñanzas del budismo, dio paso al anuncio centrado en Jesucristo.
Así, gracias a la catequesis impartida por el P. Francisco Cabral sj en 1574 en Takatsuki, fuertemente modelada por los ejercicios espirituales y la espiritualidad del seguimiento de Cristo crucificado, Iusus emepezó a conocer a Aquel por el cual llegaría incluso a sacrificar su vida.
Proceder aún más cruel
La ocasión llegó unos años después. En 1587, cuando Takayama tenía 35 años y era samurái, con una carrera militar y política prometedora, el shogun Toyotomi Hideyoshi inició una persecución contra los cristianos, expulsando a los misioneros y alentando a los católicos japoneses a renunciar a su fe. Si bien muchos daimyō optaron por abandonar la fe católica, Iustus y su padre optaron por abandonar sus propiedades y honores para mantener la fe. De hecho, en la noche del 24 de julio de 1587, los mensajeros de Hideyoshi llegaron a Iustus Takayama para pedirle que renunciara a la religión cristiana, de la cual era considerado el principal defensor en Japón, y él eligió su degradación de los cargos públicos que ostentaba y la pérdida de sus posesiones y de su posición, para así no aumentar aún más la ira del shogun y evitar un proceder aún más cruel contra otros cristianos.
Precisamente en este momento, se sitúa un episodio fundamental en el que se ve hasta qué punto la fe en Cristo había penetrado en el corazón de este samurái arrogante. Cuando fue llamado por el shogun en audiencia, recibió de parte de dicho superior una lluvia de acusaciones cuando se negó a renunciar a la fe cristiana, le llamó traidor, conspirador, innoble, indigno del cargo que ostentaba, etc. En tiempos pasado tales acusaciones injustas hubiesen provocado la ira de Takayama, que habría reaccionado con violencia. Sin embargo, en dicha ocasión no deendió su honor, guardó silencio, bajó la cabeza y con sencillez se retiró de la audiencia.
Cristianos ejecutados
Cuenta su biógrafo que eligió la pobreza para ser fiel Cristo y para tratar de salvar a otros cristianos. En los años siguientes vivió bajo la protección de amigos aristocráticos y logró llevar una vida más o menos digna. Muchos intentaron convencer a Takayama de abjurar porque era un noble y una persona conocida, y porque no querían matar a un japonés; para los perseguidores era más fácil matar a los extranjeros, mientras que les resultaba difícil asesinar a los cristianos japoneses. En 1597, el shogun Toyotomi ordenó la ejecución de 26 cristianos, tanto extranjeros como japoneses, que fueron crucificados el 5 de febrero. Entre ellos estaba san Pablo Miki, el franciscano Pietro Battista y otros entre misioneros y laicos, algunos muy jóvenes. A pesar de este trágico hecho, Iustus se negó a abandonar la Iglesia.
Había dos razones principales para tales persecuciones: Tyotomi Hideoshi y los tres primeros shogunes de la familia Tokugawa, Ieyasu, Hidetada e Iemitsu, que habían concentrado el poder político en Tokio, consideraban a los misioneros católicos como posibles aliados de los “bárbaros del sur”, es decir, de los españoles que en aquella época habían establecido sus primeras bases navales en las islas de Nueva España, Filipinas. Para el gobierno de Tokio, tal presencia era demasiado cercana y se sentía como una amenaza para la unidad del país que acababa de reconstituirse tras siglos de luchas fratricidas. Incluso la conversión al cristianismo de varios daimyo de la isla meridional de Kyushu se interpretó como un paso hacia la rebelión contra la autoridad de Tokio y por esta razón los señores feudales cristianos fueron inmediatamente destituidos, exiliados o asesinados.
La segunda razón era quizá más grave que la primera: las tres grandes religiones orientales presentes en Japón no hacían referencia a ninguna autoridad suprema que pudiera oscurecer la figura del emperador y el poder del gobierno. Los sacerdotes budistas, los monjes sintoístas y los maestros confucianos reconocían la autoridad civil y respetaban la ascendencia divina del poder imperial. Por el contrario, algunos misioneros cristianos, especialmente los religiosos españoles, habían incitado en sus sermones al pueblo a derribar los símbolos de los falsos ídolos y a reconocer la autoridad de Cristo y el poder del Papa de Roma. Obviamente, los predicadores hablaban en metáforas, pero los dirigentes tokiota se los tomaron en serio y decidieron expulsar a todos los misioneros extranjeros y prohibir posteriormente el culto a la religión cristiana.
¿Renegar de Cristo?
A Takayama, considerado con razón una figura clave del cristianismo en Japón, se le pidió repetidamente que renegara de Cristo, y varias personas intentaron sin éxito moverle a la apostasía. Su fidelidad a la fe cristiana y su firmeza al resistirse a la voluntad de los perseguidores constituyeron su condena a muerte en el exilio hasta que 1592, año en que, debido a sus méritos militares, fue de nuevo rehabilitado por el mismo gobernador.
Tras un periodo de relativa calma, la persecución más radical de 1614, cuando se pidió a las clases nobles que abandonaran la fe católica so pena de deportación, inició para Takayama un año de graves sufrimientos y privaciones, durante el cual se vio solo y sin asistencia, obligado a abandonar Japón a través de las montañas y embarcar en Nagasaki rumbo a Filipinas. Tenía que exiliarse en Macao, pero decidió en cambio ir a Manila, también en Filipinas, con un grupo de religiosos que viajaban a esa ciudad. Su decisión de acompañar a los padres de la Compañía de Jesús a Manila manifestaba no sólo la gran estima que les tenía, sino también la necesidad de dirección espiritual y del consuelo de la fe en aquellas circunstancias. Todo el itinerario hasta el puerto de Manila fue un viaje de confiada donación en manos de Dios, como describen las fuentes de la época: “Por los primeros de Noviembre se embarcó con los nuestros, y vino siempre en la embarcación bien dispuesto, con ser la primera vez que hacía semejante viaje. Sus exercicios eran encomendarse a Dios, reçando y acudiendo a las letanías que cada día se dezían; leía continuamente por sus libros de devoción que tenía muchos, y platicava con los religiosos, que todos los que sabían su lengua, holgaban mucho de tratar con él”.
Dar testimonio
Debido a las fuertes nevadas en pleno invierno, el viaje a través de las montañas fue muy fatigoso y peligroso, también porque al cansancio y las penurias se sumó el hambre, y además de esto, los soldados obstaculizaron la ayuda que se podía ofrecer a los exiliados, como explican las fuentes de la época. Llegado a Manila, tras una penosa travesía de 44 días, avejentado y enfermo, falleció el 3 de febrero de 1615, sólo 40 días después de llegar al país. Las condiciones desfavorables del viaje, en particular el frío de la estación y la humedad, que se sumaron a las penurias y trabajos que había soportado anteriormente, hicieron que su salud se deteriorara rápidamente y falleciera.
Su muerte, como explican las fuentes de la época, especialmente los apuntes biográficos del padre Pedro Morejón sj, su confesor y director espiritual, no se debió a la vejez, sino a las penurias, trabajos y sufrimientos de su viaje de Kanazawa a Manila. Estando gravemente enfermo, no se preocupó por sí mismo, sino más bien por los demás, a los que también quería dar testimonio de fe cristiana, tratando de consolarlos y edificarlos. Recibidos los últimos sacramentos con gran devoción, el 3 de febrero de 1615 entregó su espíritu al Señor “invocando muy a menudo el santísimo nombre de Jesús y Maria y con el corazón”.
Sin seguimiento
Fue un hombre admirado y querido por la comunidad cristiana, en vida nos lo narran los testimonios escritos por los jesuitas que lo conocieron, y sobre la muerte los apuntes biográficos del padre Morejón. Después de su fallecimiento, los casi tres siglos de silencio obligado, debido a la fuerte persecución anticatólica en Japón, no lograron borrar su testimonio de la memoria del pueblo cristiano. Una veintena de años después de su muerte, el Arzobispo de Manila inició la recopilación de noticias y testimonios sobre su vida, pero como en Filipinas no era conocido y no era posible, debido a la situación política, buscar testimonios y documentos en Japón, el intento no tuvo seguimiento.
Así, se tuvo que esperar hasta que en 1930, una vez cambiadas las circunstancias políticas de Japón, se decidió promover el reconocimiento oficial de su santidad a través de un verdadero movimiento para dar a conocer su figura. Esta decisión fue reafirmada por los obispos japoneses en el Congreso Eucarístico de Manila en 1937 y luego en 1940. Comenzaron los primeros pasos al final de la Segunda Guerra Mundial, se recogieron 53.680 firmas de un total de 357.480 católicos, solicitando la glorificación del venerado compatriota. En 1971, todos los obispos de Japón firmaron una carta a favor de la canonización de Takayama y la enviaron a Roma. Su beatificación fue aprobada por el Papa Francisco en 2016.