Jesús, el más frágil y el más fuerte


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Muchas escenas de los evangelios nos presentan a Jesús conmovedoramente frágil. Podemos verlo en el niño que nace en un pesebre; o en el hombre inocente injustamente acusado por las autoridades religiosas que enfrenta desarmado un juicio infame. Encontramos también expuesta toda su fragilidad cuando es despojado de su ropa y revestido con aspecto de rey para la burla de los soldados. Para más detalles: la corona de espinas, la flagelación, el abandono de sus amigos, la cruz, la muerte con el más desgarrador de los gritos: “Dios mío, Dios mío, ¿Por qué me has abandonado?” Es difícil imaginar una manera más minuciosa y penetrante de describir la fragilidad de un ser humano.



Sin embargo, aquellos mismos autores de los Evangelios presentan al mismo personaje de una manera completamente diferente y lo hacen también con detalle y recursos literarios. Lo muestran ante nuestros ojos multiplicando el pan, curando enfermos, resucitando muertos, aplacando la furia de las olas y la fuerza del viento, caminando sobre el agua embravecida y discutiendo de igual a igual con Pilatos: “Si mi reino fuera de este mundo, los que están a mi servicio habrían combatido para que yo no fuera entregado … Tú lo dices: yo soy rey” (Jn 18, 36).

Podemos detenernos largo rato recordando textos que muestran a Jesús de Nazaret tanto como el más fuerte y deslumbrante de los hombres como el más frágil, humillado y despreciado. Todos esos relatos más que hablar de alguien que es a la vez frágil y poderoso transmiten un mensaje mucho más profundo y desconcertante: es posible otra manera de ser fuerte, es posible otra forma de poder, hay una fuerza que nace de la fragilidad. Y la conclusión de los discípulos de aquel Maestro es aún más sorprendente: todos estamos invitados a vivir de esa manera.

Vidriosrotos

Dos mil años después

Pasados un par de milenios desde aquellos días transcurridos en la Jerusalén sometida por el imperio romano, escuchamos ahora esos textos en tiempos en los que una pandemia ha puesto de manifiesto la extrema fragilidad de un mundo que se creía omnipotente. Ni el emperador romano más ambicioso pudo soñar con tener el poder de los poderosos de nuestros días: un poderío construido sobre las armas más mortíferas, las riquezas más incalculables y las ciencias y las tecnologías más deslumbrantes. Y sin embargo, un poder tambaleante como ese gigante del que se nos habla en aquel sueño de Nabucodonosor, rey de Babilonia: una enorme estatua hecha de oro, plata, bronce, hierro, pero que cae en tierra porque sus pies son de barro (Daniel 2, 31-35). Ante el espectáculo de una civilización entera que como ese gigante se tambalea, muchos se cuestionan sobre el sentido de su forma de vida y la urgencia de profundas transformaciones sociales.

Pero no habría que engañarse, la experiencia de esta pandemia no solo conduce hacia actitudes de mayor humildad e inclinaciones al cambio. Además de poner de manifiesto la debilidad de los poderosos, el miedo que trajo consigo el virus está mostrando otra realidad que puede helarnos el corazón: son numerosos, demasiados, los que en lugar de reconocer sus fragilidades huyen espantados hacia actitudes intolerantes, fanáticas y sectarias. Quizás empujadas por el pánico muchas personas se encierran en la ceguera de las ideologías más obstinadas y entonces el diálogo se hace imposible justamente en el momento en el que es más necesario.

La figura y el mensaje del hijo del carpintero de Galilea adquiere en este contexto una fuerza y una actualidad sorprendentes. En los Evangelios una y otra vez su figura aparece cuestionando a todos los que se creen fuertes. Sus palabras y sus gestos desafían no solo a los que tienen el poder político, económico o militar sino a todos los que creen que tienen las cosas claras, los que saben a dónde van, los que pretenden imponer sus ideas a los demás; a todos los Pilatos y a todos los Sumos Sacerdotes, a todos los que se suponen dueños de la verdad y con derecho a imponer su pensamiento a los demás.

Ante los que se creen poderosos se levanta un gigante sorprendente que no es de oro, plata, bronce o hierro, pero que tampoco se tambalea sobre unos pies de barro. No será fácil en los tiempos que se vienen presentar el mensaje del hijo del carpintero y en muchas ocasiones habrá que recurrir a un silencio sereno. No será fácil hablar de la mansedumbre y la fuerza del Maestro. Nunca lo ha sido. Pero será, como siempre, urgente y fascinante.