¿La Iglesia nos enseña a conocer y amar a Jesús, o Jesús nos enseña a conocer y amar a la Iglesia? La pregunta, aunque suena provocadora, para algunos puede resultar solo un juego de palabras vacío. Sin embargo, es una pregunta ineludible y no es suficiente responder que Jesús y la Iglesia se identifican, que la Iglesia es el Cuerpo Místico de Jesucristo o que Cristo es la cabeza y la Iglesia es su cuerpo.
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Esas respuestas son absolutamente válidas desde la mejor teología, pero son insuficientes para muchos oídos contemporáneos. Pero como señala el papa Francisco “frecuentemente sucede que los predicadores usan palabras que aprendieron en sus estudios y en determinados ambientes, pero que no son parte del lenguaje común de las personas que los escuchan … El mayor riesgo para un predicador es acostumbrarse a su propio lenguaje y pensar que todos los demás lo usan y lo comprenden espontáneamente (E.G 158).
Además ese lenguaje es insuficiente por otro motivo que también aclara Francisco: “Las reflexiones teológicas o filosóficas sobre la situación de la humanidad y del mundo pueden sonar a mensaje repetido y abstracto si no se presentan nuevamente a partir de una confrontación con el contexto actual, en lo que tiene de inédito para la historia de la humanidad” (L.S. 17). Es evidente que en “algunos contextos actuales”, en los que el Evangelio es completamente desconocido, solo la Iglesia puede ser el instrumento para que Jesús sea conocido. Pero en otros casos el “contexto actual” es muy diferente.
Puerta de entrada
En la actualidad, para la inmensa mayoría de las personas es necesario un profundo y entrañable conocimiento y amor a Jesús de Nazaret para comprender y amar a la Iglesia tal como hoy se presenta. Para muchos cristianos, el Maestro de Galilea, con sus enseñanzas, además de ser la puerta de entrada por la que pueden acceder a la Iglesia es una puerta que debe ser abierta y atravesada una y otra vez, día a día.
Es una verdad incuestionable que no pueden presentarse a Jesús y a la Iglesia como dos entidades diversas, separadas o, mucho menos, antagónicas. Sin embargo, también es verdad que descubrir esa identidad entre Jesús y su Iglesia es el fruto de un camino espiritual algo arduo, y prolongado, para muchos hombres y mujeres de nuestro tiempo.
Misterioso encuentro
La experiencia de San Pablo, que mientras se dirigía a Damasco “oyó una voz que le decía: ‘Saulo, Saulo, ¿por qué me persigues?”, le permitió al Apóstol descubrir la identidad entre Jesús y esas comunidades de cristianos. Cuando Pablo preguntó: “¿Quién eres tú, Señor?” escuchó la voz que le decía “Yo soy Jesús, a quien tú persigues”. A partir de esa experiencia, el Apóstol desarrolla toda su visión de la Iglesia como Cuerpo de Cristo. Es su misterioso encuentro con esa voz aquello que le permite descubrir el vínculo que existía entre Jesús y la Iglesia. Es el mismo Jesús quien le revela esa identidad misteriosa entre el resucitado y las comunidades que Pablo perseguía.
Podemos, entonces, legítimamente atrevernos a la pregunta aunque resulte incómoda para algunos: ¿la Iglesia nos enseña a conocer y amar a Jesús, o Jesús nos enseña a conocer y amar a la Iglesia? La insistencia con la que se ha afirmado que la Iglesia, y especialmente la jerarquía, es el camino que nos conduce a Jesús, y las constantes advertencias sobre los peligros de una “espiritualidad individualista” o de una “religiosidad subjetiva”, han tenido unas consecuencias desastrosas: han sembrado en demasiados corazones muchas dudas sobre el valor de sus propias experiencias espirituales, muchas dudas sobre la autenticidad de sus diálogos interiores con el Maestro.
De los labios del Maestro
Si, como dice el papa Francisco, “Dios es real y se manifiesta en el “hoy” (y) el “hoy” es lo más parecido a la eternidad; más aún: el “hoy” es chispa de eternidad” (Rio de Janeiro 27/7/2013), entonces, si partimos de la actualidad, del “hoy”, deberíamos aceptar que los cristianos solo podemos aprender a conocer y amar a la Iglesia no tanto mirándola directamente, sino más bien a partir de un encuentro con Jesús en la oración, en la liturgia y en el cultivo de una vida espiritual personal. Una vivencia espiritual que, en ocasiones, debe convivir con cierta dolorosa incomprensión de muchos aspectos de la comunidad eclesial.
Para muchos, el único camino posible o, al menos, el mejor punto de partida, consiste aprender a escuchar de los labios del Maestro esa voz que enseña a conocer y amar a la Iglesia, ese Pueblo de Dios al que “están llamados todos los hombres” (Cfr. L.G.13).