El nuevo arzobispo de Tarragona viene con un pecado original de serie: haber helado la sonrisa del cómico Albert Boadella a cuenta de una estelada colocada en una de las parroquias gerundenses que ha estado atendiendo, a la vez que iba escribiendo libros de eclesiología que lo conectaban, sin saberlo entonces, con quien sería el Papa que retomaría la sinodalidad cortocircuitada.
Un pecado que no pasó desapercibido a quienes le colocaron en una escuálida terna, tal era la seguridad de que, precisamente ese cura tímido y, ¡créanlo!, poco dado a declaraciones altisonantes, era el candidato ideal para la sede primada de Cataluña, un mosén catalán y catalanista, pero sin las veleidades soberanistas que ahora se le atribuyen, él mismo enraizado en ese documento programático de los obispos catalanes que es Arrels cristianes de Catalunya.
Solo quienes se quisieron creer el disparate de que el enviado sería el obispo de Barbastro-Monzón, a modo de castigo, como en otras décadas, no querrán ver que el elegido lo es también para empezar a desinflamar una Iglesia que se ha dejado contagiar por las prisas del pollo sin cabeza. Y hoy, parar es ganar.
Cuando resta todo un mes para su ordenación episcopal, los efectos balsámicos de este nombramiento son evidentes en los ambientes eclesiales soberanistas. Es un cura de la irreductible Girona, es uno de ellos. Sí, pero de la vieja escuela, con seny, eso que algunos pusieron en busca y captura antes de fugarse.
Quizá no logre hacer olvidar el arzobispo Joan Planellas su pecado original. Le queda mucho ministerio para ello. Pero quienes lo auparon a la sede a la que dicen que arribó el mismo san Pablo, no lo hicieron para que trazase ninguna línea divisoria con su báculo. Es una prueba de tal confianza que tendrá que andar con cuidado con el síndrome de Estocolmo. Una jugada maestra.