Tras la grisura que le raspó vida a sus últimos años, Joaquín Luis Ortega ya es todo luz. El Señor no le concedió aquella gracia de llegar a los cien años (se quedó en 86, un buen bocado en todo caso), que le pidió con insistencia un día, tras encontrarse con una centenaria exabadesa, quien le hizo saber, después de que el sacerdote le preguntase si no estaba deseando ya ver el rostro de Dios: “Yo estoy aquí en la vida, sin pausa y sin temor”. Desde entonces, este maestro de tantas cosas procuró vivir “en cada día, la vida entera”. Y compartirla en amistad, condición esta inexcusable para él.
Tuve la suerte de conocerle y entender que era alguien de quien merecía la pena tratar de aprender. A él y a una generación irrepetible de sacerdotes que está desapareciendo sin relevo: Descalzo, Hernando, Javierre, Unciti, Carro Celada, Montero, Laboa, Lamet, Pelayo…
Me maravilla que esa generación, que durante unos pocos años pudo respirar en Roma el aire que anunciaba el Concilio, fuese capaz de mantener ya para siempre aquel espíritu en medio de aquella otra grisura patria, cuyo color ceniciento, también en la Iglesia, contribuyeron a clarear, aunque no sin dejarse algunos jirones de la inicial ilusión sacerdotal por el camino. En amistad común consiguieron zurcirlos.
Todos perseveraron en la misma esperanza y dejaron una impronta que no ha tenido –en la mayoría de los casos– reconocimiento. Es más, el trato que recibieron algunos –él, sin ir más lejos– fue mezquino.
Aunque no albergo esperanzas, y ahora que hay una subcomisión episcopal de Cultura –faceta en la que destacaron todos–, fantaseo, ¡qué se yo!, con que algún día les hagan un homenaje que sirva para que las nuevas generaciones de esta Iglesia descubran a esos adelantados.