John Ford, feo, católico y sentimental


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No es un secreto que John Ford tenía muy mal humor. Solía ser cruel con los actores, exigiéndoles que se volcaran en sus papeles hasta dejarse la piel. Aficionado a los exabruptos y las bromas pesadas, no era un hombre ejemplar en su vida privada. Infiel, poco afectuoso con sus hijos y con una pasión desmedida por el whisky, demostró sin embargo ser valiente y fiel a sus convicciones. Durante la batalla de Midway, aguantó el tipo mientras un caza japonés disparaba en su dirección, sufriendo una herida en el brazo. Situado al lado del operador de cámara que filmaba la escena, no abandonó su posición ni siquiera cuando una esquirla se clavó en su carne. Durante sus años de jugador de rugby, le apodaban ‘Toro’ y ‘La Apisonadora Humana’. En su primer partido, se fracturó la nariz por tres sitios diferentes, pero se negó a retirarse a los vestuarios. Tan duro como John Wayne en sus interpretaciones más épicas, ‘Jack’ –así le llamaban sus amigos– se hizo muy conservador con los años, abandonando sus posiciones liberales, pero jamás transigió con el fascismo. Cuando el infame Comité de Actividades Antiamericanas del senador McCarthy le pidió que delatara a sus compañeros de profesión de ideología comunista, respondió airadamente, enviando al infierno a aquella pandilla de inquisidores. Ford creía en la libertad y en la democracia, y, como buen irlandés, detestaba a los chivatos. Siempre fue un rebelde y un individualista al que no le causaba ningún problema liarse a puñetazos para defender sus ideas o reparar un agravio.



Orgulloso, estoico y con mucha autoestima, John Ford era un católico sincero y, por eso mismo, un espíritu crítico, pues no soportaba la hipocresía, la intransigencia ni el puritanismo. Podemos rastrear sus creencias católicas en todas sus películas. Son el telón de fondo de una visión de la vida basada en el culto a la amistad, el apego a las raíces, la compasión por los débiles y la exaltación de la familia. ‘El hombre tranquilo’ es una de sus películas más emblemáticas. Algunos han lanzado acusaciones de machismo y misoginia, pero lo cierto es que Mary Kate Danaher, interpretada por ese vendaval de vida y pasión que fue Maureen O’Hara, es una mujer fuerte e independiente que no se deja someter por nadie. No se arruga ante su hermano Will, un inolvidable, primitivo y tronchante Victor McLaglen, y exige a su marido Sean Thornton (John Wayne) que respete sus tradiciones y costumbres. “Es una pelirroja con todas las consecuencias”, tal como afirma el casamentero Michaleen Flynn (Barry Fitzgerald). Es decir, una mujer que sabe muy bien lo que quiere y que nunca da su brazo a torcer. Por una vez, vemos a Wayne en un papel de galán romántico. Boxeador retirado, vive atormentado por haber matado sin pretenderlo a un rival en el cuadrilátero. John Ford plasma en la relación entre Mary Kate y Sean su idea del amor: un encuentro tormentoso entre dos personas de singularidades irreductibles pero con la determinación de compartir la vida, con todas sus crestas y caídas, plenitudes y fracasos. Mary Kate y Sean fundan una familia en el pequeño Innisfree, casi una aldea donde el hombre, la tierra y el cielo aún no se han escindido. En aquel rincón de la vieja, verde y entrañable Irlanda, aún no se ha producido ese proceso de despersonalización y anomia que ha convertido a los seres humanos en hombres y mujeres huecos. Frente al desarraigo del mundo contemporáneo, Ford apuesta por rescatar ese vínculo entre vida y tradición que –lejos de promover el inmovilismo– sienta las bases de una renovación basada en las enseñanzas adquiridas mediante la experiencia.

En Innisfree, convive la mayoría católica con una minoría anglicana representada por el reverendo Playfair (Arthur Shields) y su esposa Elizabeth (Eileen Crowe). El padre Lonergan (Ward Bond) siente un hondo aprecio por Playfair y cuando el obispo se plantea trasladarlo por la falta de feligreses, convence a sus parroquianos para que finjan ser anglicanos. Él mismo se tapa el alzacuello y lanza vivas al obispo cuando pasa su coche, sin experimentar ni una brizna de mala conciencia. En Innisfree, no es posible vivir de espaldas a la comunidad. Frente al individualismo de las grandes ciudades, el sentimiento de pertenencia impregna todos los actos de vida cotidiana. Los vecinos se reúnen en la iglesia, la taberna, las fiestas. Cualquier actividad está arropada por un significado ritual. Se reza, se bebe, se baila, buscando la comunión con los otros. Incluso las peleas son una forma de encuentro, pues después de intercambiar puñetazos, los rivales se estrechan la mano y se emborrachan juntos. Una pinta de cerveza negra sella las heridas y celebra el inicio de una nueva amistad. El padre Lonergan se muestra indulgente con las flaquezas ajenas. Nunca le vemos condenar ni censurar. No habla del infierno ni del pecado. Se muestra más preocupado por la pesca y las carreras de caballos. El reverendo Playfair mantiene una actitud semejante. No es un predicador apocalíptico, sino un hombre amable que de joven practicó el boxeo y que ahora combate el tedio con entretenimientos tan inofensivos como el juego de la rana. El catolicismo de Innisfree no es adusto y sombrío, sino festivo e irónico. Confrontado con el anglicanismo, no busca la discrepancia, sino el encuentro. En aquella diminuta aldea, no hay miedo a los cismas ni dogmas rígidos que ensombrecen la convivencia. Prevalece la alegría de vivir. Hasta la muerte se afronta con humor. Un abuelo agonizante (Francis Ford, hermano mayor del director) se levanta de la cama para presenciar la pelea entre Sean Thornton y el pelirrojo Danaher. La unción de enfermos puede esperar cuando dos colosos protagonizan la pelea del siglo.

Conductas antisociales

La importancia de la comunidad es una idea recurrente en la filmografía de John Ford. En ‘El hombre que mató Liberty Valance’, el individualismo de Lee Marvin y John Wayne, antagonistas pero con una inquietante simetría en su tendencia a la violencia, la civilización no prospera hasta que se erradican las conductas antisociales. Al igual que Walt Whitman, Ford es un ferviente admirador de la democracia estadounidense. Piensa que la libertad es el fundamento de una convivencia ética capaz de acoger y celebrar la diversidad. En ‘Pasión de los fuertes’, la democracia se asocia al levantamiento de una iglesia. Es la primera institución que surge en un pueblo donde aún no se ha conseguido implantar el respeto a la ley. Allí se congregan los ciudadanos que solo anhelan paz y trabajo. Aunque el edificio apenas ha sido esbozado, ya goza de un fuerte poder simbólico. Ford no aboga por una teocracia, sino por una sociedad gobernada por los valores cristianos. No ignora que la religión puede ser una fuente de intolerancia y opresión, como sucede en ‘¡Qué verde era mi valle!’, donde un pastor fanático y nada compasivo avergüenza en público a una mujer adúltera, pero reivindica su capacidad de aglutinar y tejer lazos de solidaridad.

Ford vuelve a cagar contra la intransigencia religiosa en ‘Siete mujeres’, su última película. Agatha Andrews (Margaret Leighton), directora de una misión laica en China, se horroriza ante cualquier alusión al sexo, mostrándose fría y dura con las conductas supuestamente pecaminosas, pero se siente fuertemente atraída por Emma Clark (Sue Lyon), a la que finge proteger y educar. Cuando aparece la doctora Cartwright (Anne Bancroft), una mujer independiente que fuma, bebe alcohol y no cree en Dios, intenta expulsarla de la misión, pero la incursión de unos bandidos mogoles sacará a la luz lo que esconde cada una. Agatha Andrews odia el sexo y la libertad porque se siente atraída por las mujeres y eso le causa un terrible malestar. La doctora Cartwright parece cínica y escéptica, pero tiene unos valores muy firmes: cumplir con su juramento médico de salvar vidas, incluso si esto implica sacrificar la suya propia. Ford exalta la dignidad de las mujeres, capaces de afrontar el peligro y las penalidades con mayor entereza que la mayoría de los hombres. A pesar de su conservadurismo, el cineasta nunca perdió las convicciones liberales de su juventud. En ‘Las uvas de la ira’, mostró con crudeza las consecuencias de un capitalismo desalmado que rebaja al ser humano a simple mercancía. El largo viaje a California de la familia Joad es un auténtico viacrucis. Disfrazado de éxodo hacia la tierra prometida, incluirá toda clase de sevicias e indignidades. Ford destaca la nobleza de la clase trabajadora, con una increíble resistencia para soportar la adversidad. “No podrán destruirnos –exclama Ma Joad–. Nosotros somos el pueblo”. En ‘Dos cabalgan juntos’, ‘Centauros del desierto’, ‘Fort Apache’ y ‘El sargento negro’, Ford alza la voz contra el racismo, señalando que es el pecado capital de Estados Unidos, un país de inmigrantes que sin embargo sueña con la pureza racial y la homogeneidad cultural. Ford se atrevió en 1948 a denunciar en ‘Fort Apache’ los abusos que sufrían los pueblos nativos, algo que hasta entonces nadie había hecho en la pantalla.

John Ford

La idea de redención también circula por la filmografía del cineasta. En ‘El delator’, Ford aborda el tema de la traición, dejando una puerta abierta a la posibilidad de la expiación. La mala conciencia, lejos de ser un lastre, nos recuerda que somos responsables de nuestros actos y debemos responder por ellos. En ‘Tres padrinos’, una historia con una versión en color y otra en blanco y negro, tres forajidos se redimen cuidando un niño hasta el extremo de inmolar sus propias vidas. Incluso en la maldad más abyecta, siempre pervive un latido moral, pues no en vano somos imagen de Dios y eso garantiza nuestra dignidad. En ‘Río Grande’, Ford desarrolla otro de sus grandes temas: el amor. Nunca habla de amantes que desafían a la sociedad, sino de matrimonios que sufren crisis pero que siempre las superan gracias al afecto y el respeto mutuo. La Guerra de Secesión separó al coronel Kirby Yorke (John Wayne) y a su esposa Kathleen (Maureen O’Hara), pero el hijo que engendraron los reunirá de nuevo, sellando las heridas del pasado. A Ford no le interesan las pasiones prohibidas, sino los amores tradicionales. En ‘La legión invencible’, el capitán Nathan Brittles (Wayne de nuevo) honra el recuerdo de la esposa muerta, llevando flores a su tumba y hablando con ella. La famosa escena en que riega las flores con una calabaza evoca la comunión de los santos, donde los vivos y los difuntos conviven más allá de la muerte, definitivamente derrotada por la esperanza.

John Ford adaptó ‘El poder y la gloria’, de Graham Greene, empleando como título alternativo ‘El fugitivo’. A pesar de contar con Henry Fonda, el resultado fue catastrófico. Algo semejante puede decirse de ‘María Estuardo’, protagonizada por Katharine Hepburn. Ambas son las dos películas más nítidamente católicas de Ford, pero su mérito artístico es escaso. Quizás porque el director utilizó un tono solemne, abrumado por un compromiso tan explícito. Si tuviera que escoger un personaje que representara el catolicismo de Ford, elegiría al padre Cluzeot (Marcel Dalio), un hombrecillo simpático y tolerante que en ‘La taberna del irlandés’ cede el protagonismo de su parroquia a los niños y a los descarriados como Gilhooley (Lee Marvin), un borrachín pendenciero y sinvergüenza pero con un gran corazón. John Ford era feo, católico y sentimental. Su cine siempre será un motivo para la esperanza, pues nace del humor, la tolerancia y la fraternidad. Cuando la muerte se acercó a su lecho, anunciando que la sesión se había terminado, exclamó: “¡Corten!”. No fue una despedida definitiva, sino el hasta luego del que sabe que Dios, lejos de ser un ser abstracto y lejano, es ese buen amigo que siempre nos espera con un buen vaso de whisky escocés, invitándonos a contemplar una vez más el paisaje de Monument Valley, con su cielo violentamente azul y ebrio de claridad.