JOSÉ LORENZO | Redactor jefe de Vida Nueva
“Hacía rato que había desconectado de lo que decía el sacerdote, quien parecía escucharse a sí mismo….”
María, la asistenta rumana que había ayudado en su cuidado durante los últimos años de su vida, dio un respingo en el banco de la iglesia.
Hacía rato que había desconectado de lo que decía el sacerdote en el funeral de cuerpo presente porque no entendía nada. El cura, con tono cansino, parecía escucharse a sí mismo.
De repente, en una cabriola intelectualoide que descolocó al gentío que llenaba el templo, habló de un complot judío, liderado por un cardenal de París –al parecer, judío también–, que frenó el deseo de un papa que ahora es santo de hacer también santa a una reina que había sido muy devota.
Siguió esperando a que hablase algo de la difunta, de su sencilla bondad, de sus esfuerzos por mantener unida a una familia desperdigada, de esa misma familia, ahora desconsolada, a la que calentaban los abrazos y palabras de tantos allegados.
No entendía la anécdota del sacerdote, quien –seguía escuchándose–, en una visita a Francia (¿sería por lo de París?), compró una Biblia que estaba traducida no sabía cómo, pero que había provocado la reacción de un cardenal que mandaba en las cosas de la doctrina.
María dejó la impaciencia para abandonarse en la resignación. Tampoco a este sacerdote lograba entenderlo. Pero cuando, en su perorata autista, el cura nombró a una tal Juana la Loca, se preguntó si eso venía por lo de la demencia senil que había acompañado los últimos años de aquella anciana, que yacía en una caja depositada sobre el frío suelo.
Ignoraba que el cura ni se había acercado a preguntar a nadie de qué había fallecido la buena mujer, pero pensó que no era una manera muy acertada de referirse a quien, desde que se conoció su fallecimiento, fue honrada por el desfile de vecinos y amigos, testigos de una vida abnegada, de décadas de amor, también llanto, sacrificio por los seres queridos y acogida generosa a las necesidades de tantos de ellos.
Así que María tapó sus oídos y rezó por el alma de aquella viejecita. No fue la única.
La historia ocurrió en una aldea de Galicia, pero se repite a diario en demasiados lugares, donde uno se topa con curas enfermos de funcionariado, sin entrañas de misericordia, insensibles al dolor ajeno, estériles ante la compasión e incapaces de “poner un oído en el pueblo para descubrir lo que los fieles necesitan escuchar” –como reclama el papa Francisco–, porque han hecho de su ministerio una profesión.
En el nº 2.897 de Vida Nueva.