Lo recuerdo acongojado. Digno en su papel, pero necesitado de que le creyesen. Fue en la última entrevista, hace pocos meses. De repente, a Juan Antonio Menéndez lo habían convertido en el obispo encubridor de los abusos en la Iglesia en España. En la primera, recién nombrado auxiliar de Oviedo, este asturiano criado a la sombra de Gabino Díaz Merchán se mostraba dispuesto a bajar a la mina para defender a los débiles.
Lo dijo en su ordenación episcopal: “Quiero tener por amigos a los que padecéis las consecuencias del mal y del pecado de los hombres”. Aún no lo sabía, pero lo que se iba a encontrar en Astorga era un pozo más negro que las galerías de su tierra. Allí se topó no solo con esas víctimas del pecado de los hombres, sino también con aquellos hombres que habían pecado al amparo eclesial. Allí, entre los suyos, empezó el calvario que rompió su corazón el 15 de mayo.
“Yo no he encubierto ningún caso”. Lo repetía muy serio. Era creíble en la distancia corta, pero se empeñaron en no dejarlo suelto, esperanzados en que escampase la tormenta, como si lo que venía de Roma pudiese ser un aguacero de verano.
Lo apartaron de los medios y, cuando quisieron acercarle ante la avalancha de críticas, la tarea, además de fatigosa, resultó menos convincente de lo que él merecía. Le clavaron otra mano al nombrarle presidente de la comisión antipederastia, que nació con una bomba lapa que adosaron a su propia credibilidad. Lo sabía, pero volvió a obedecer.
Aún así, coordinó un trabajo que ahora se alaba y que ya presentará otro. Con más determinación actuó en su diócesis, donde puso en marcha la primera oficina para atender a las víctimas. Un hombre íntegro. Así le definió el alcalde de Astorga. Aunque el fuego amigo no se lo puso fácil. Descanse, ya, en paz.