Hoy en día estamos más sensibilizados ante realidades que por desgracia ocurren y han ocurrido en el pasado en todo tipo de grupos humanos, de modos muy diversos, y a las que antes muchas veces no se le daba la importancia que les correspondía. Una de ellas es la del abuso de poder, tentación frecuente para aquellos que ejercen la autoridad olvidándose de los valores fundamentales que deberían acompañarla, como son la prudencia, la justicia, el sentido común, el amor a la verdad y la humildad. Sin ellos, el ejercicio de la autoridad puede llevar a grandes errores y a hacer daño a personas, muchas o pocas según el grado de autoridad que se ejerza.
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También en la Iglesia hoy estamos sensibilizados ante el abuso de poder, pero hay que reconocer que en el pasado no siempre fue así, a pesar de que los valores antes citados de los buenos gobernantes han sido materia común en la predicación cristiana ya desde los primeros tiempos; los encontramos en las cartas de san Pablo, en los Padres de la Iglesia y en la teología a lo largo de los siglos.
Por los ancianos
En la historia de la Iglesia ejemplos de abuso de poder no faltan. También en las vidas de los santos esta realidad aparece a veces, de modo más o menos dramático. Hoy quiero recordar uno de los casos más llamativos, ocurrido en la vida de una gran mujer francesa del siglo XIX, cuyas hijas extendidas en el mundo entero atienden con amor a los ancianos más desfavorecidos. Lo hacen hoy en día, cuando las administraciones públicas en general están sensibilizados ante la realidad de los mayores que no pueden estar en sus casas, pero nuestra santa empezó a hacerlo mucho antes, cuando nadie se preocupaba por ellos.
Jeanne Jugan -en nuestra tierra la conocemos como Juana Jugan- nació el 25 de octubre de 1792 en Cancale (Ille-et-Vilaine), un puerto pesquero en la costa norte de la Bretaña francesa. Su padre estuvo ausente en el momento del nacimiento de la futura santa, pues estaba navegando desde hacía seis meses por Terranova. Menos de cuatro años más tarde, su padre se perdió en el mar, como tantos otros navegantes, y nunca más se supo de él. A partir de entonces, en casa las cosas se pusieron muy difíciles, Juana, su hermano y dos hermanas de su madre aprendieron cómo vivir la pobreza con honestidad, con valentía y con fe. En cuanto tuvo edad para poder trabajar, Juana se contrató en la casa de una vizcondesa cerca de Cancale, para trabajar en la limpieza y la cocina.
Buscando su voluntad
Tenía 18 años cuando por primera vez un joven le propuso matrimonio, a lo cual ella se negó. El joven sin embargo no se olvidó de ella y seis años más tarde le volvió a renovar la petición, a lo que ella contestó que tenía otros planes, quería consagrarse a Dios y creía que tenía la misión de hacer algo que todavía no se había hecho. ¿Sabía claramente que era lo que Dios quería de ella? Para aquel entonces tenía algunos barruntos de vocación, pero no sabía cómo, lo que sí sabía era que quería servir a los pobres.
Cuando tenía 25 años, habiendo dejado el trabajo de Cancale, se hizo miembro de la Tercera Orden fundada en el siglo XVII por san Juan Eudes, que había conocido en aquellos años. Se encontraba en Saint Servan, villa unida a Saint-Malo, donde trabajaba como enfermera y en el servicio, y con dos amigas había alquilado una casa, donde llevaban una vida fuerte de oración, además del trabajo que cada una tenía por su cuenta. Una noche, en el invierno de 1839, encontró por la calle a una anciana ciega y medio paralítica, a la cual recogió en la casa que compartía con las amigas y cedió su cama para que se acostara, ella misma la cargó en brazos hasta el segundo piso, donde se encontraba su dormitorio. Este acto la comprometió para siempre: después de aquella anciana vendría una segunda y una tercera, y con el apoyo de Juana y sus amigas todas eran cuidadas, se les lavaban las ropas y recibían un trato de cariño.
En primera línea
Las otras dos jóvenes reconocían a Juana como iniciadora y directora de la obra. Llegó también por aquel tiempo a la parroquia un joven sacerdote, el padre Pailleur, que enseguida se interesó por el trabajo de las jóvenes y les dio total aprobación, poniendo al frente del grupo a Juana, que tenía 23 años. El clérigo, que siempre había tenido aspiraciones de ayudar a los pobres, veía en dicha asociación un cauce para realizarlas. Sobre este dinámico y decidido reverendo tendremos que volver a hablar más adelante. Se hicieron estatutos y se organizó la vida espiritual, poco a poco comenzaron a llegar las vocaciones y en 1842 hicieron los votos religiosos las primeras hermanas.
El grupo se tuvo que trasladar a una casa más espaciosa y comenzar una tarea que caracterizó a la fundadora y a sus hijas desde los comienzos hasta hoy: el mendigar para los pobres. Ella misma dio el ejemplo, mendigando de casa en casa y por los mercados, y edificando a toda la ciudad. Se cuenta que uno de los más ricos de la ciudad, que en una ocasión dio un buen donativo a Juana, la regañó fuertemente cuando ella volvió otra vez al día siguiente, a lo que ella respondió con toda humildad que los pobres tenían que comer todos los días. Esto removió las entrañas de dicho rico, que se convirtió en uno de sus más fieles benefactores. En 1844 la comunidad empezó a llamarse “Hermanas de los Pobres”, si bien en 1849 adquirieron el nombre definitivo, “Hermanitas de los Pobres”.
Cada año la Academia Francesa concedía el premio Montyon al hombre o la mujer que destacase por su labor humanitaria. Algunas amistades de Juana insistieron en presentarla a dicho premio, aunque ella era reticente, y le fue concedido en 1845. Juana, con sencillez, usó el dinero concedido para arreglar el techo de la casa donde tenían el asilo. Pero a causa del primo su fama crecía, tuvo que fundar nuevas casas en Rennes, Tours y Dinan, y pronto llegó otro premio: una medalla de oro concedida por la logia masónica local por su labor. La religiosa usó la medalla para hacer con ella la copa de un cáliz.
Campaña orquestada
En este momento comenzó la gran cruz de Juana, una vez ya organizada la vida de la comunidad, poco después de los votos de las primeras religiosas. Para 1847, la comunidad era lo suficientemente grande y la hermanas estaban lo suficientemente dispersas como para tener una reunión del capítulo general. En él Juana -que como religiosa se llamaba sor María de la Cruz- fue elegida superiora, pero poco después, el p. Pailleur, como capellán de las religiosas, convoca una reunión en la que anuncia que anula las elecciones y nombra en un primer momento a una hija espiritual suya de 21 años -Marie Jamet- como superiora. Posteriormente anunciará que a partir de entonces él es el superior de la comunidad, lo que conseguirá que reconozca oficialmente el obispo de Rennes en 1852. Juana, dolorida ante tal maquinación pero obediente ante el carácter sacerdotal de Pailleur, no dice una palabra y pasa a ser una hermana más con toda humildad.
A partir de ese momento comienzan toda una serie de maquinaciones del Pailleur: cambia las constituciones poniéndose él como único superior, rescribe la historia del Instituto dándose a sí mismo toda la importancia y, con el tiempo, cuando comienzan las fundaciones, aleja a Juana lo más posible de la casa general, la aleja también de los benefactores laicos que la habían conocido desde el principio de la fundación, y la encarga ayudar en la formación de las novicias y postulantes, pero con la prohibición tajante de hablar de la historia de las Hermanitas, lo cual ella cumplirá fielmente.
Castigo sin sentido
Viene excluida de toda decisión que se toma en la congregación y ni en privado ni en público viene reconocida como fundadora. Además, Pailleur le prohíbe salir a mendigar por las calles para cortar todo contacto con los laicos, a lo que ella responde obedeciendo sin rechistar. Durante más de 30 años, ni una sola vez sale de sus labios una alusión a su verdadera labor de fundadora. Una religiosa que vivió con ella en estos años afirmó en su proceso de canonización: “Nunca la oí decir una palabra que pudiese hacerte pensar que ella había sido la primera superiora general”, ni siquiera cuando el 9 de julio de 1854 Pio IX aprueba la congregación de las Hermanitas. De hecho, en el dossier presentado a Roma para la aprobación, Juana aparece en un segundo plano y todo el mérito se atribuye a Pailleur.
Como resultado, con el tiempo se van olvidando las religiosas de quién fue en realidad la fundadora y en una Historia de la Congregación que se publica en 1859 Juana Jugan aparece en la primera edición como tercera religiosa que había llegado a la comunidad, pero ni siquiera eso debió gustar al superior, pues en la segunda edición ni siquiera aparece su nombre. ¿Cómo pudieron aceptar toda esta patraña las Hermanitas mayores, que habían convivido con Juana desde los comienzos, las primeras vocaciones que habían llegado a la comunidad, las que conocían la historia verdadera? Es un misterio difícil de resolver, lo único que podemos decir es que el poder espiritual del clérigo intrigante y envidioso, que descaradamente se había autoproclamado primero superior y después fundador, era tal sobe las religiosas que ninguna se atrevía a llevarle la contraria. Podríamos decir que era una mentalidad de otros tiempos, pero la experiencia nos sorprende mostrándonos que en ciertas cosas los tiempos no cambian tanto.
El nuevo superior y fundador se fue inflando poco a poco, pidiendo cada vez más honores de parte de las religiosas, de manera que si le encontraban por el convento tenían que arrodillarse y besarle los pies, como ellas contaron posteriormente. Todo esto disgustó mucho a los amigos de las religiosas que veían la soberbia del clérigo. Pero ellas obedecían, empezando por la verdadera fundadora. Fueron muriendo las más mayores y llegó el turno a Juana, que murió el 29 de agosto de 1879, cuando la congregación contaba con más de 2400 religiosas en 177 casas. Murió como una religiosa más, sin ningún honor ni reconocimiento a su labor, y en el epitafio de su tumba se escribió: “Tercera Hermanita de los Pobres”, lo cual sabemos que era totalmente falso.
Injusticia real
Pero poco después de su muerte, algunos laicos más ancianos que conocían bien a las Hermanitas, escandalizados de no haber escuchado en su funeral una sola palabra acerca de Juana como fundadora de la congregación, deciden acudir a Roma y contar la injusticia cometida con ella. Del Vaticano llega una visita con el fin de investigar la cuestión y como resultado, Pailleur viene depuesto en 1890 y confinado a un convento hasta el final de su vida. El que en este momento es nombrado nuevo capellán de la casa general se propone hacer una investigación histórica de los hechos y descubre la verdad: Las hermanas ancianas empiezan a hablar, liberadas ya del temor al antiguo capellán, y muestran un documento que en su día el p. Pailleur dirigió a la Academia de Francia con ocasión del premio Montyon, en el que explica que la fundadora era Juana Jugan. Esto lo escribió antes que la soberbia y la envidia le llevasen a hacer sufrir un verdadero martirio a Juana.
Por otro lado, una anciana religiosa, que el susodicho reverendo había hecho aparecer como primera religiosa que llegó al instituto (para que no apareciese la auténtica primera religiosa, Juana Jugan), afirmó con sencillez: “Yo no fui la primera. Me obligaron a decir que lo fui y a actuar como tal, pero en realidad fue Juana”. Aun así, hubo que esperar hasta 1902 para que recuperase el título de fundadora.
Juan Pablo la II beatificó en 1982 y en dicha celebración el pontífice alabó su humildad: “¡Et exaltavit humiles! Estas conocidas palabras del Magnificat llenan de alegría y emoción mi mente y mi corazón, que acaban de proclamar beata a la humildísima fundadora de las Hermanitas de los Pobres. Doy gracias al Señor por haber conseguido lo que legítimamente esperaba el Papa Juan XXIII y lo que tan ardientemente deseaba Pablo VI. Por supuesto, podríamos aplicar el texto antes citado a los innumerables discípulos de Cristo beatificados o canonizados por la autoridad suprema de la Iglesia. Sin embargo, una lectura atenta de las virtudes de Juana Jugan, así como de las recientes biografías dedicadas a su persona y a su epopeya de caridad evangélica, me llevan a afirmar que Dios no habría podido glorificar a una sierva más humilde”.
La humildad al extremo
Edificadas las Hermanitas de los Pobres sobre los cimientos sólidos de humildad y el sufrimiento de Juana, se expandieron pronto por todo el mundo y todavía hoy siguen dando frutos de amor en su servicio a los ancianos pobres en los cinco continentes. Dicho así es cierto y queda bonito, pero no podemos olvidar que la realidad fue más dura de lo que pueden reflejar unas pocas líneas, e historias como estas hay muchas más. Recientemente la Iglesia, con la reforma del derecho penal en el código de derecho canónico promulgada en 2021 por el Papa Francisco, ha querido evitar que este tipo de episodios -y otros peores- puedan pasar desapercibidos fácilmente. Por fortuna, también en el caso de Juana Jugan, ocurrido hace siglo y medio, al final se pudo hacer justicia aun sin verlo ella.
El Papa Benedicto XVI la canonizó el 11 de octubre del 2009. Y aunque no fue mártir en sentido estricto, podemos decir que realmente sufrió el martirio incruento de la envidia y la soberbia de un clérigo que quiso pasar por lo que no era.