Abrazos, risas, chascarrillos. Llegan los obispos al hemiciclo donde se desarrollará la Asamblea Plenaria electiva. Mucho en juego, aunque nadie lo diría observando la pátina de fraternidad que lo envuelve todo. Aunque se insiste en que no hay cuotas de poder, los primeros que no se lo creen son ellos, al fin y al cabo, son humanos. Fieramente humanos, cabría decir.
Para ser una reunión de hermanos, ha habido balas perdidas, puñaladas de última hora, fuego amigo y disparos en el pie. Ha sido una Plenaria asombrosa, no tanto por la elección del tándem Omella y Osoro, cuanto porque hemos visto a cardenales saltar de espontáneos al ruedo de las candidaturas en busca del martirio final o por un alarde de maquiavelismo en zapatillas, sin duda por un empacho debido a la mezcla de esas series políticas en que se apoya Iván Redondo con la desfachatez oportunista del nuncio Viganò.
Al final, tanta estrategia de escaleta, tanto guión pautado ha estallado en la cara de los ideólogos en la sombra. No se había visto semejante juego sucio en vísperas de una Plenaria, libro incluido contra Omella, que es una lástima que no hubieran difundido sus capítulos más jugosos, donde se vería que los presuntos desmanes no eran de este cardenal, sino de otros purpurados que miraron para otro lado.
Prefirieron tirar la piedra, esconder la mano y escandalizar a los más incautos, en un ejercicio periodístico que pretendía transitar sin pudor de la infoética del padre Lombardi a la variante más burda del libro de estilo Villarejo. Pero no solo no coló ni encolerizó, sino que decantó aún más el resultado final.
Tampoco coló que no había candidatos posibles ni alternativos a Omella, mucho antes incluso de que el arzobispo de Barcelona tuviese claro que no le quedaba a él mismo otra alternativa. Jugaron a dividir, a dispersar, a proponer candidatos de paja, a esperar agazapados. Un elaborado manual que se dio de bruces con un cura de pueblo.