Con frecuencia nos cuesta trabajo reconciliar la justicia y la misericordia de Dios. Por un lado, sabemos que el Señor es compasivo y misericordioso. Por otro, leemos que es Señor de los Ejércitos que arrasará con el impío y nos atenaza el miedo por el juicio final.
Nos quebramos la cabeza preguntándonos si sería posible encontrarnos en el cielo a Caifás, a Hitler o al maestro sádico que nos atormentó en la secundaria, pues quizá se arrepintieron de último momento. ¿Cómo sería eso justo para todos aquellos que sufrieron por su culpa? Pongo a tu consideración que esa reconciliación es posible si salimos mentalmente de la jungla, observamos la ardua construcción de civilidad y nos asomamos a la osadía inconcebible de la generosidad.
En la jungla
La vida se auto replica, reproduce y adapta. Y en la interacción también se auto regula. Las poblaciones de depredadores dependen en gran medida de las poblaciones de presas y las presas sin depredadores se convierten en plagas que se autodestruyen o provocan el surgimiento de otros depredadores. En los ciclos de la vida de individuos y especies, danzan en armonía una justa interdependencia, así como los ajustes de conductas y capacidades frente al cambio.
Nuestra humanidad comparte un aspecto animal que responde también a las leyes de la ecología. Sin reflexión consciente, nuestro actuar fácilmente se vuelve peor que el depredador más voraz, no solo con el entorno y otros seres vivos, sino también entre nosotros. Aunque la reflexión sobre el daño a los ecosistemas es relevante, la dejaremos para otra ocasión para hablar solo de nuestra mutua convivencia. Nuestra historia compartida está plagada de dinámicas de daño-venganza, abuso-rencor y opresión-despojo al punto que algunos consideramos que ese actuar es normal. Entonces decimos que vivimos bajo la ley de la jungla: huimos del agresor, nos comemos al pez chico, y devolvemos el mal amplificadamente, para que a nadie se atreva a meterse de nuevo con nosotros.
Sin embargo comprobamos que la venganza no da satisfacción, sino amargura. Aprendemos que el rencor es un veneno que a diario ingerimos esperando que le haga efecto a alguien más. Comprobamos que las escaladas de violencia que despojan a otros, solo nos sumergen en destrucción, muerte y más dolor. Y cuando reconocemos que nuestra moderación personal es necesaria para la subsistencia, damos un pequeñísimo paso, que es probablemente el gran salto hacia la humanidad.
A cada quien lo que le corresponde
Llevamos al menos 3,800 años tratando de instalar la justicia retributiva en nuestra convivencia, aunque todavía nos den ganas de matar a quien se nos cierra en el periférico. Ante una falta, la ley del talión refiere a aplicar un castigo idéntico, tal-cual fue infringido al otro. “Para que vea lo que se siente”, según dicen los niños.
Hoy en día, este principio se ha transformado en la regla de oro, “No hagas a otros lo que no quieres que te hagan a ti” y ante la dificultad práctica -y humana- de torturar, mutilar o despojar a los infractores, las faltas se castigan con resarcimiento económico, cárcel y otras sanciones más civilizadas. Tras casi cuatro mil años después de esfuerzo colectivo, vamos aprendiendo que justicia no es venganza, sino darle a cada quien lo que le corresponde.
En este largo caminar, hace 70 años dimos otro paso importante y tras dos guerras mundiales y 100 millones de muertos, resolvimos establecer un marco de 29 derechos para todos los seres humanos (ONU, 1948), comenzando con la dignidad, la inclusión y la vida. Sin embargo, todavía no nos ponemos todavía de acuerdo sobre si algunos derechos son más importantes que otros. También observamos que hay leyes mañosas que deliberadamente los eluden, distorsionan o contradicen. La ignorancia, la discriminación y la torquelegislación oscurecen la justicia y corrompen la ley.
Además hay también quienes aprenden a manipular el espíritu de justicia colectivo en beneficio propio, así como que hay otros que están en tal estado de deterioro que ni siquiera pueden ponerse de pie por sí mismos. Es decir, en nuestra tarea colectiva al instrumentar la ley de la justicia descubrimos poco a poco que el esfuerzo titánico que implica poner una base firme para todos, a pesar de ser necesario, no será suficiente. Si seguimos al paso que vamos, dentro de otros cuatro mil años habremos avanzado otro pasito, hacia a la vigencia plena y perpetua de derechos, creando un marco jurídico perfecto… y asfixiante.
Una osadía inconcebible
Nuestro actuar diario nos muestra que la justicia es necesaria, pero no es suficiente. Evita nuestro regreso a la barbarie pero no provoca el encuentro. A eso se refiere San Pablo, cuando habla de la esclavitud de la ley humana y el modo en que fue superada (Gal 3, 10-14). En muchas ocasiones, como individuos y como especie necesitamos esas sobredosis de amor concentrado que revitalizan, desentumen e inspiran a volver a andar.
La osadía de la generosidad sigue siendo un escándalo social y solo se explica desde la una lógica de optimismo y amor inquebrantables hacia lo humano. Así que cuando alguien cuestione cómo es que darle tanto a un pobre es justo, cómo es que es justo recibir a un migrante o por qué hay educar con cariño a un ignorante, responde sin duda: “No solo es JUSTO lo que esta persona necesita para restablecer su dignidad, además es lo correcto”. Pues la misericordia no solo incluye a la justicia, además la trasciende.
Referencia: Asamblea General de las Naciones Unidas (1948). Resolución 217 A: Declaración Universal de Derechos Humanos. Ginebra: ONU.