El papa Francisco ha pedido en días recientes la globalización de la cura contra el Covid-19. Precisamente, cuando pensábamos que el fenómeno global era irreversible, la pandemia ha puesto en entre dichos muchas de aquellas promesas, enfrentándonos a una realidad difícil: la de la exclusión, la desigualdad y la pobreza.
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A principios de los 90’s recuerdo que la Aldea Global era el tema del momento. Fue muchas veces parte de las charlas de barrio y escuela, recuerdo haber hecho mi discurso de oratoria sobre el tema. El viajar, traspasar fronteras, consumir productos de otros países y latitudes, el descubrimiento de las nuevas tecnologías, la computadora, conocer un celular fueron descubrimientos progresivos que solamente vivimos ciertas generaciones. Vimos nacer del paradigma globalizador del progreso que nos trajo sí muchos beneficios, pero también grandes desafíos.
Conocer y empatizar
El encanto de la Aldea Global nos llegó en forma de internet para todos, más competencia en las alternativas del mercado, artículos a bajo costo fabricados al otro lado del planeta. Tuvimos la experiencia emocionante de viajar a un costo accesible, posibilidades de aprender nuevos idiomas, hacer intercambios culturales y académicos. Los avances en las tecnologías de la información nos permitieron conectar en tiempo real con lo que pasaba en cada esquina del planeta, espontáneamente interactuar con gente que por distancia nunca hubiéramos conocido; conocer y empatizar con problemas de comunidades, pueblos, personas que de no existir en las redes sociales nunca hubiéramos podido conocer.
El economista Joseph Stiglitz iniciaba el nuevo siglo expresando “El malestar en la globalización” (2001); lanza un fenómeno analizando las desigualdades que han sido generadas a raíz de los llamados beneficios de la globalización. El autor aporta una visión poco optimista de la política económica de los organismos financieros internacionales, a los que atribuye responsabilidades en las crisis económicas de los años 90’s. Y es que este fenómeno global siempre tuvo excluidos, personas, comunidades, ciudades, países que voluntaria o involuntariamente quisieron apartarse. Yo misma, me negué por muchísimos años a tener un smartphone, no fue hasta que en algún trabajo me asignaron uno y tenía que usarlo. Este era un simple gesto pero lo defendí por muchos años, como el hecho de tener un patrón de consumo más equilibrado que hasta hoy defiendo o simplemente no usar ciertas redes.
En repetidas ocasiones lo ha señalado el papa Francisco, la Aldea Global también produce indiferencia, quizá sea ya de forma automática. Esa indiferencia es también violencia. Lo aprendí de Otto Scharmer, el término en inglés de “attentional violence” [1] (no ver al otro y negarle su máximo potencial). Uno de los mayores impactos de la era global ha sido precisamente vivir en un tornado de información y de mensajes muchas veces contradictorios que nos ponen en riesgo de perder la vista de lo esencial: las personas al centro y su dignidad.
Es claro que la pandemia nos ha regalado una oportunidad de darnos cuenta de la exclusión de la cual hemos sido copartícipes. Prestar atención a los signos de los tiempos es el primer paso para romper con la indiferencia y por tanto con la violencia.
[1] The Deeper Dynamics of Violence and Racism. Otto Scharmer