Como suelen hacer muchas familias, seguramente tus padres o abuelos fueron marcando tus diferentes alturas desde niño en algún sitio. En cuanto el niño se puede poner en pie, se pone una raya para recordar a dónde ‘llegábamos’ a esa edad. Cada año –quizás por el cumpleaños– se marcaba una para comprobar cuánto se había crecido. Algunos las grababan en el marco de una puerta mellando la madera. Otros dibujaban con lápiz en una columna de la casa.
Cuando vas creciendo, es emocionante ver la evolución. Aquí llegabas cuando tenías 2 años, aquí a los 9, aquí a los 14… Recuerdas cómo hacían que te pegaras firme contra la pared. ¡Quizás tú te ponías de puntillas queriendo ser más alto! Pero su mano se ponía sobre tu cabeza, te aplastaban el pelo y se dejaba un testigo de tu altura para el futuro.
Es bonito verlo ahora al paso de los años, cuando vuelves a la casa familiar. ¡Qué enanos éramos de niños! Ahora que mis hijos comienzan la universidad, mis sobrinos pequeños me parecen más diminutos que lo que recuerdo a mis hijos. Esas mediciones nos recuerdan que todo crece y cambiamos. La vida siempre tira hacia arriba y adelante. Nuestros mayores nos dejan esas señales para que nunca olvidemos la infancia y nos asombremos ante la crecida de tanta vida.
Una entrañable costumbre
Una madre que conozco quiso darle una vuelta a esa entrañable costumbre. O a lo mejor fue simplemente por la torpeza de mi amiga, que siempre ha sido muy distraída. Tiene un jardín no muy grande pero lleno de vida en su casa del pueblo donde veranea, que era la casa de sus abuelos. Al nacer su primera hija plantó un árbol en él. El árbol y su hija llevarían vidas paralelas. Cuando la niña logró sostenerse en pie, llegaba a la mitad del joven árbol. Mi amiga buscó un pincel, pintura roja y llevó a su hija al árbol. La puso todo lo recta que pudo junto al tronco y marcó su altura. Pintó un anillo rojo en el delgado tronco, allí donde llegaba le coronilla de la niña y añadió con esmero: 1 año. No había cumplido los tres años la primera niña cuando nació la segunda. Tomó el pincel, pintura blanca y comenzó a marcar las alturas de la segunda también.
Cada verano mi amiga repetía su rito: iba al árbol con las niñas y pintaba dos anillos a la altura adonde llegaran. Las niñas se disponían entusiasmadas, disputaban por lograr ser la primera en medirse y la pequeña competía por llegar a superar a su hermana mayor. Así pasaron los años.
Tras muchas invitaciones, conocí por fin el pueblo de mi amiga cuando sus hijas ya estaban trabajando y era abuela de un nieto. Me acogió en la casa de veraneo y me encantó pasar un día con toda su familia. Después de comer me senté con mi amiga a tomar un largo café en el jardín. Fue entonces cuando vi aquel árbol. El tronco estaba rodeado por numerosos anillos blancos y rojos. -¿Y eso?–, le pregunté. Ella sonrió. –Son las alturas de las niñas casi año a año. Lo planté cuando nació la mayor-. En lo más abajo había una primera raya naranja, que indicaba la altura de su primer nieto.
Un despiste
Me levanté y fui al árbol, un gran magnolio que nos refrescaba con su sombra. –Pero…–, sonreí, –¿no te diste cuenta de que el árbol crecía a la vez que las niñas?–. Ya he dicho que mi amiga es una sabia distraída, de esas que van tan concentradas en sus pensamientos que alguna vez ha ido en zapatillas al trabajo. –Ya–, se rió. Ella es la primera en reírse de sus despistes y contarlos divertida a todo el mundo, con un estupendo sentido del humor.
Claro, mi amiga no había tenido en cuenta que el árbol era un ser vivo. Cuando haces marcas en el marco de una puerta o una columna, no crecen; siguen igual siempre. Lo que está abajo se queda abajo y lo que pones arriba siempre está por encima. En el árbol, no. El anillo rojo que había pintado el primer año de su primogénita, estaba en lo más alto del árbol, mucho más arriba de donde alcanzaríamos al saltar. ¿Cómo pudo despistarse así mi amiga?
Yo estaba atónito. Tantos años acordándose de hacer cada verano la marca y todo era finalmente absurdo. Lo más antiguo estaba en lo más alto y lo reciente era lo más pequeño. El mundo al revés. Miré para ella, que me seguía sonriendo, divertida con mi asombro. –Al final no sirve, ¿no?–, dije imprudentemente, aunque tengo confianza con ella. Entonces me propuse convencerla para que cambiara de sitio. Lo que fue un error entonces, ahora era una extravagancia inútil. Vi cerca la valla de metal de la casa, donde se podrían poner mucho mejor las marcas de su nieto. Me senté de nuevo a su lado, con el café, para ayudarla.
El árbol también crece
–Mi abuelo también lo hizo conmigo. En su taller del sótano fue poniendo mi altura varios años–, comencé. –¡Qué bueno!–, comentó calmada. –Da casi vértigo cuando ves lo pequeño que eras. No sé, ves las primeras rayas y te impresiona haber sido de ese tamañito. Es como si vieras una escultura tuya. Es importante–, le expliqué mi buena experiencia. –Es verdad–, reconoció acogedora. –Pero…–, traté de ser delicado, –eso no es posible en el árbol–, fui sincero. –¿Por?–, dijo graciosa. –Bueno-, describí lo obvio, –has ido poniendo las marcas, el árbol ha crecido y ahora se queda al revés–. Mi amiga no se extrañó. –Pero así es la vida, ¿no?–, me interpeló. ¿Qué es lo que había hecho mi amiga?
–La primera vez que puse las marcas no me di cuenta–, dijo. –Ya sabes lo despistada que soy, me hizo caer en la cuenta mi marido y nos reímos un rato-, reconoció. –Claro–, la excusé, –es fácil confundirse. Uno no ve crecer un árbol delante–. Me miró con gratitud. –O sí–, añadió. –Pero entonces me di cuenta de algo–, se levantó, fue al árbol y acarició el tronco como si fuese un caballo. Fui yo también bajo aquella gran copa de magnolio. –Es genial acordarse de lo bajito que éramos de niños–, dijo. –Enseguida te sale de la memoria el momento en que te ponían esa mano grande y caliente sobre la coronilla. Lo vuelves a sentir muy vívidamente–, cerró los ojos mi amiga. –Pero la infancia–, siguió, –se parece más a este árbol–, afirmó. –¿Por?–, pregunté.
-Cuantos más años pasan, más gigante se hace nuestra infancia. Lo que hemos vivido hace poco es como un arbolito que acabamos de plantar. No da apenas frutos ni nos abriga. Conforme pasa el tiempo, la infancia no cesa de crecer. Cada año se hace más y más grande y conforme maduramos y sobre todo envejecemos, todavía crece más deprisa, hasta llegar a hacer sombra a las demás etapas de la vida. Todo sucede bajo la altura de la infancia. La infancia se hace cada vez más aceleradamente profunda, grande y alta–.
Miramos los dos para arriba aquella sucesión de anillos blancos y rojos con los números 1, 2, 3, 4, 5… –De niños seremos gigantes–, sonrió y volvió donde su café. Sonreí, vi de nuevo a lo alto del gran árbol y rogué: ojalá nuestro mundo esté a la altura de la infancia.