Cuando era pequeña siempre quise tener un perro, a ser posible un pastor alemán o un labrador. Me gustan los perros grandes, así que resulta bastante predecible que una mascota así no entraba ni en los planes de mis padres ni, por supuesto, en un piso de ciudad en el que ya vivíamos seis personas. Está claro que esta no es la situación de una amiga mía que tiene un bancal detrás de su casa y que ahora también tiene un gato sin que lo hubieran planeado. Ella me contó cómo un día escucharon un ruido en la terraza y descubrieron que se había caído desde el toldo una de las crías que una gata acababa de parir y había dejado ahí. Como no entraba en los planes de mi amiga adoptar a los recién nacidos, los bajaron a la terraza, los alimentaron como pudieron y los dejaron ahí a la espera de que, como sucedió unos días más tardes, su madre volviera a recuperarlos.
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Cuidado materno
Hasta ahí, todo bien, pero lo curioso es que la madre volvió a dejar a las tres criaturas en el mismo lugar de donde se las había llevado quince días más tarde. Probablemente, ante la imposibilidad de atenderlos ella, el instinto le impulsó a devolverlos al mismo lugar en el que ya les habían cuidado cuando más frágiles eran. No importa si se trata de una gata o de otro animal, el hecho es que resulta muy difícil imaginar un vínculo tan fuerte como el que une a una madre con sus crías, especialmente cuando estas no pueden valerse por sí mismas. El hecho de preferir desprenderse de ellas con tal de que sean cuidadas no solo me parece un claro ejemplo de cariño materno, sino también un elocuente ejemplo de lo que implica cuidar a alguien.
Se repite que estamos inmersos en una crisis de liderazgo en la sociedad y en la Iglesia, pero a mí me da por pensar que, en realidad, lo que tenemos es una carencia de verdadero cuidado hacia los demás. Esto no es nuevo, porque ya el profeta Ezequiel denunciaba de sus líderes que no cuidaban a los frágiles, que se beneficiaban de los fuertes, que se olvidaban de quienes andaban perdido y que se preocupaban más de apacentarse a ellos mismos que a quienes estaban a su cargo (cf. Ez 34,1-5). Cuidar es una asignatura de primero en la carrera de amar. Implica poner el bien del otro por encima de cualquier cosa, incluso por delante de aquellas pretensiones que nos pueden parecer más legítimas y comprensibles. Tengamos o no hijos propios, todos somos responsables de quienes, de algún modo, están a nuestro cuidado y cuyo bien se ha de convertir en nuestra mayor inquietud. Aunque muchas veces parezca que salimos perjudicados en ello, cuidar es un privilegio… y, si no, que se lo digan a mi amiga y a su gato.