El lugar donde vivimos está en relación permanente con nuestro ser, generando una influencia mutua a la que debemos prestar más atención, ya que fácilmente puede caer –al igual que nosotros– en dinámicas tóxicas que degradan a sus habitantes y a sí mismas como sistema. No solo somos lo que comemos, nuestros amigos, nuestras ideas y/o amores; también somos reflejo de nuestros contextos. Es así como las calles, parques, edificios, plazas, basureros, comercios, alumbrados, campamentos, alcantarillados, iglesias y veredas son parte de lo que somos.
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En la medida en que más aportemos verde, vida, belleza, dignidad, oportunidades, diálogos y encuentros en nuestras ciudades, más personas se sentirán reconocidas como seres humanos, hermanas y hermanos en la diversidad, pero unidos en una sola comunión fraternal. La ciudad parece ser una necesidad del ser humano, ya que es en ella donde se va construyendo la cultura con todos sus matices, luces y sombras. Mi intención no es demonizarla ni glorificarla, pero sí develar sus relaciones tóxicas y promover las que generen vida, especialmente en un tiempo donde podemos transformarla para mejor. Todos sabemos que, si bien esta obra humana puede proteger de algunos peligros, dentro de ella también se esconden otros muchos enemigos que atentan contra la salud integral de sus habitantes.
Propuestas de salida
¿Cómo transformar una urbe en un hogar compartido? Nos lo dice el papa Francisco: “Solo en la interdependencia, que asume la diversidad en una unidad armónica, se expresa la melodía – ¡la sinfonía! – de la música sublime que Dios soñó para nosotros. El individualismo, la indiferencia y la falta de diálogo arruinan el diseño y hacen doler los oídos. Por el contrario, los vínculos, la amabilidad y la responsabilidad mutua nos hacen coautores e intérpretes de la composición magnífica que Dios proyectó y preparó para que la disfrutáramos con Él.
Ese fue el sueño de Dios, pero, si insistimos en ser individualistas y autorreferentes, somos como una nota suelta, un ruido, ahogado en medio del silencio. Si solo estamos con los iguales y amurallamos nuestros territorios, somos sonido uniforme, monocorde, timbre molesto y obsesivo. Si no intentamos dialogar, abrirnos al otro, valorar e integrar diferencias, somos gritos desarticulados que tratan de imponerse elevando el volumen.
El plan de Dios
Ese no fue el plan de Dios. Las notas sueltas no lucen y la falta de armonía destruye. Por eso el papa Francisco, como director de esta pieza, nos recuerda dos pasos simples, pero esenciales, para volver a ser música de Dios. “Volver a mirarnos cara a cara y no temer la diferencia”, dice la filósofa chilena Alejandra Carrasco para dar luces de lo que hoy quiero proponer. Son juegos infinitos, bellos y buenos que, si bien parecen inalcanzables, son causas justas por las que vale la pena dar la vida. Aquí van las propuestas:
- Equilibrar las energías masculinas con las femeninas: ciertamente, hay que trabajar, ganar y competir para salir adelante, pero también debemos dar tiempo, energía y recursos de todo tipo para ser, para esperar, para cuidar la vida, para reconciliar, para crear, para contemplar. Y eso pasa por cada uno y la totalidad, viendo de qué modo pierde algo para ganar paz y bienestar urbano y social.
- Crear contextos de belleza en cada barrio y perseverar con ellos: los lugares dignifican a sus habitantes, por lo que debemos poner todo nuestro empeño, público y privado, en generar pequeños y grandes espacios armónicos preñados de arte, música, teatro, áreas verdes, flores y seguridad.
- Educar en lo emocional y espiritual a las mujeres y los niños para comenzar: partamos por nuestras propias casas para poder llevarlo a las escuelas, pero debe ser parte de nuestra formación ciudadana el “alfabeto emocional” y el reconocer el valor de la dimensión espiritual (más allá de la religión o creencia particular). Debe ser una autoeducación y aprendizaje continuo que nos permita resolver los conflictos sin violencia.
- Formar en la ecología integral a todo ciudadano: somos un sistema vivo en interdependencia, somos hermanos y no podemos funcionar más como islas. La ecología personal, social y medioambiental no solo debe ser enseñada, sino comunicada y promovida como deber ciudadano.
- Generar espacios de encuentro y vínculos gratuitos y seguros: nadie ama lo que no conoce y para ello, debemos romper las barreras y mirarnos a la cara, sin desconfianza. Para eso, debemos atrevernos a generar espacios que inviten a la conversación en los medios de comunicación, en los medios de transporte, en las plazas, en las salas de espera, en los comercios, en las iglesias y templos y en todo lugar.
- Atreverse a hablar: parece simple, pero atreverse a conversar con el desconocido de la fila, del banco, del metro, de la calle, del peaje, es un modo de transformar la ciudad en un lugar más acogedor y amable, superando la soledad y la desconfianza.
- Practicar la amorosidad y el cuidado de las personas: que cada persona que nos encontremos sea otro Cristo para cuidar, saludar y conocer. Que cada encuentro vaya dejando estelas de dignidad y buen trato desde lo presencial a lo virtual, poniendo especial atención a los que lo están pasando peor.
- Promover leyes y autoridades que promuevan lo anterior: dado el contexto actual, podemos elegir nuevos líderes que promuevan modos de relación diferentes a los que conocemos; personas íntegras, que buscan el bien común, la justicia y la paz. Pedirles con nuestra acción y voto que promuevan leyes bien pensadas y que salgan del paradigma anterior.
- Reinventar la espiritualidad en medio de la ciudad: la vida espiritual, muchas veces, queda reducida a una elite que tiene el tiempo y el espacio para cuidar el vínculo con lo trascedente. Es por eso que debemos sumar a las formas de espiritualidad existentes nuevos modos de vivir la fe generando pausas temporales y físicas en nuestras ciudades que permitan “reconectarse con nosotros mismos, los demás y la naturaleza”.
- Promover cartógrafos de paz y potencial: para la pandemia mundial aparecieron los cartógrafos de la ciudad que detectaban focos de enfermedad para prevenir y cuidar. La misma técnica se puede ocupar para detectar en nuestras calles líderes, emprendimientos, iniciativas y proyectos que dignifiquen a las personas, sus viviendas y sus lugares de trabajo, recreación y transporte.
Dios en la ciudad
En el camino hacia una contemplación activa, una vez más, acudamos a las palabras de Alejandra Carrasco, que me ayudan a graficar cómo vivir en la ciudad y convertirla en un hogar compartido: “Hay dos maneras de contemplar, pero solo una construye un ‘nosotros’. Se puede mirar desde fuera, como cuando se contempla una puesta de sol, o se busca el mejor ángulo para una fotografía. Aquí se mira desde una perspectiva externa, la misma que utiliza el médico que examina atentamente un ojo para descubrir qué impide su buena visión. En estos tres casos la contemplación es objetivante, una mirada que es muchas veces necesaria, muchas veces buena, pero no es la que genera vínculos.
La contemplación que nos vincula es la contemplación ‘desde dentro’, como la que Francisco, en la Laudato si’, nos pide que tengamos respecto a la naturaleza: “Solo cuando me siento inmerso en ella, interdependiente, formando parte de ella, me importa lo que le pasa porque también me estará pasando a mí. Solo así se siente, al mismo tiempo, asombro por lo que se está viendo y el llamado a ocuparme de ella” (audiencia 16 de septiembre).
Con mirada de madre
Para seguir con el ejemplo del médico, es como una madre que mira fijamente los ojos de su hijo pequeño. Su mirada es tan atenta como la del médico, pero en este caso la madre se siente interpelada por unos ojos que le piden algo, porque su vulnerabilidad es mi vulnerabilidad, cuando le hacen daño a él me duele también a mí, y eso me importa y me mueve a cuidarlo. Esta contemplación “desde dentro” es una contemplación performativa. Cuando cambia el modo de mirar, “lo visto” entra en mí y me cambia (convierte) el corazón”.
Como el mismo Jesús, estamos llamados a conmovernos, a no pasar de largo, a ser contemplativos en la acción, a dolernos con el sufrimiento de nuestros hermanos y vecinos y a gozarnos con su alegría y esperanza. ¡Amoristas de tomo y lomo! Somos los ojos, los brazos y las manos de Dios, encarnados para ser cocreadores de su Amor para formar una nueva ciudad, que nos permita a todos vivir con dignidad, justicia, amor y paz.
¿Utopía?
Quizás nunca la veremos 100% acabada, pero al menos estará mejor que cuando llegamos, con más luces compartidas, más sombras reconocidas y más planes que nos unan como la gran familia que somos. No olvidemos que, en causas tan nobles como estas, jamás hemos estado solos; somos muchos los que queremos el bien. Slo debemos armar cardúmenes entusiastas para ir sin prisa, pero sin pausa, construyendo el Reino de Dios aquí.
Trinidad Ried es presidenta de la Fundación Vínculo