Nuestra fe se sustenta en la conversión, en esa posibilidad de darnos cuenta de que nos hemos alejado del amor, pero, por la misericordia de Dios y de la comunidad, podemos volver arrepentidos al hogar, siendo acogidos en una fiesta paterna y fraternal. No dudo de que eso es una realidad con el Señor, quien, como el Padre del hijo pródigo, salta de gozo con el retorno del que se había perdido en las cosas del mundo. Sin embargo, dentro de la Iglesia, en las comunidades cristianas y entre los creyentes, se hace casi imposible que un caído pueda volver a casa, aun cuando haya vivido todo su proceso de reparación y condena por el mal que cometió.
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Sin perdón ni olvido
Después de todos los dolorosos abusos que cometieron algunos miembros de la Iglesia, la opinión pública y las organizaciones sociales tienen tolerancia cero frente a uno que ha fallado por su fragilidad o por el mal uso de la libertad. Las redes sociales siempre dan cadena perpetua, y la condena se reactiva una y otra vez cuando las personas abren internet. Ciertamente, para la sociedad en general y especialmente para las víctimas, la verdad era justa y necesaria, la sanción y la justicia también, pero quedó fuera la posibilidad de cambiar, de arrepentirse, de aprender del error y de reinsertarse con paz entre los demás.
El tema es tremendamente complejo e imposible de abarcar aquí, pero resulta aterrador y paradójico que, dentro de los mismos católicos, la conversión se haya extinguido, cuando es el mensaje central de Dios. Hoy se da por hecha la simbiosis entre una mala acción y el ser que la cometió. El adulterio de la mujer del evangelio la convertiría hoy en adúltera para siempre; la traición de Pedro lo haría un traidor; las andanzas de san Agustín lo habrían dejado para siempre fuera de los altares por un Don Juan empedernido.
Deshumanización extrema
Los motivos empiezan por la protocolización excesiva de los procesos sancionatorios y de prevención contra el abuso, que son buenos, pero que se han deshumanizado al extremo. También está el poder mediático de algunas víctimas y otros que las acompañan, que las tornan en victimarias en algunas ocasiones. La comodidad de no reinsertar al que cayó y pagó su condena para “no hacerse problemas innecesarios” también aparece en la ecuación. La cobardía de vivir el evangelio y recibir el ataque de las redes sociales es otra justificación.
Sin embargo, el temor a que el “caído” contagie al resto con su “lepra” y el pánico a verse afectado en lo personal son parte de la naturaleza humana. El miedo a que también pueda uno ser expuesto con sus fragilidades, fallos y pecados, provoca una hipocresía en tono mayor. El “pecador” se usa como chivo expiatorio para señalar la paja en el ojo ajeno y no ver la viga en el propio.
Cierre de puertas del hogar
Es esperable que la negativa a reincorporar a un consagrado caído se dé en la sociedad civil, ya que las heridas son profundas y el tema dista mucho de equilibrarse en una sana confianza, existiendo intereses muy diversos detrás. Sin embargo, que el “portazo” en la cara se dé en las comunidades creyentes es un tema muy grave de incoherencia en nuestra fe.
Quien se equivocó, reparó y pagó su falta y regresa como la oveja perdida anhelante de cobijo y amor, debe ser recibido por su familia en forma incondicional y esta debe darle la oportunidad de reinsertarse y vivir su conversión a cabalidad. ¿Dónde habrían quedado si no san Pablo, san Ignacio, Zaqueo, Mateo y tantos millones de seres humanos que “pecaron” y luego se convirtieron al verdadero amor de Dios?
El que esté libre de pecado…
Ya lo dijo el mismo Jesús, pero hoy, dentro de nuestras comunidades religiosas, educativas y de Iglesia, se da una farsa en la cual pareciéramos ser todos “inocentes”, cerrando las puertas al arrepentido, pidiéndole que “toque una campanilla de “impuro, impuro” cada vez que quiera entrar en “sociedad”.
Si la resurrección no es posible después de la cruz, ¿dónde queda nuestra fe? Por matar un gato una vez, ¿nos convertimos eternamente en matagatos (sin reconocer el contexto ni la historia que se dio para hacerlo)? ¿Dónde escondemos todas las piedras que cargamos para que nadie nos pille en nuestra fragilidad? ¿Para qué se encarnó el hijo de Dios si estamos destinados todos (como pecadores) a la condena sin posibilidad de arrepentimiento, reparación y conversión?
Seamos consecuentes
Ojalá, en este tiempo de Cuaresma, Dios nos regale el coraje de asumir nuestra fe en forma radical, siendo honestos con nosotros mismos y con los que públicamente han caído, para darles otra oportunidad si han hecho el debido proceso. Si no, bajemos a todos los santos y santas de los altares y seamos consecuentes con nuestra mirada de pureza total. Seguro que todos ellos, por ser humanos, también cayeron en más de una ocasión, pero el Amor de Dios los sanó, los llenó e hizo posible que su testimonio y vida, llena de errores y aciertos, llegara hasta nosotros al día de hoy e hiciera posible nuestra conversión.