En México, el actual gobierno ha declarado una lucha decidida para eliminar la corrupción. Lo cual es sin duda loable, sin embargo, la situación es semejante a la de un iceberg en donde hemos podido ver apenas los indicios de un problema mayor fuertemente arraigado a nuestra historia y cultura cívica. Puede empezarse con acciones mínimas como saltarse el lugar en la fila, ofrecer una mordida a un oficial de tránsito, hasta llevarnos a los escándalos de corrupción que hemos visto los últimos años nos muestran la débil cultura de la legalidad y el falto sentido de ética que, lamentablemente, permea muchos círculos desde el político hasta el empresarial.
En 2014 México obtuvo una calificación de 35 puntos de 100 posibles y el lugar número 103 de 175 países según Transparencia Internacional. Dichos datos coinciden con los del Banco Mundial, organismo que reprueba a México con una calificación de 39 (sobre 100) en sus indicadores de control de la corrupción y lo coloca en el lugar 127, o sea, uno de los países más corruptos. Pareciera que los incentivos son muy pocos para pasar por alto la famosa frase de la cultura popular “el que no tranza no avanza”.
El endeble sentido de respeto a la ley está más que constatado en diferentes encuestas. Según la Encuesta Nacional de Calidad e Impacto Gubernamental (ENCIG), el mayor porcentaje de experiencias de corrupción se haya derivado del contacto con autoridades de seguridad pública, que registró 55.2%, seguido por los trámites ante el ministerio público, con 23.7 por ciento. La impunidad, limita el acceso a la justicia, sin justicia, se deteriora la democracia y crece la desigualdad. Un complicado círculo de causalidades hace que la corrupción no sea un tema aislado.
No es casualidad que inseguridad, violencia y corrupción sean fenómenos correlacionados. Desde una perspectiva sociológica, hay un vínculo entre la falta de legalidad, la corrupción y la violencia. El escritor Carlos Fuentes habla acerca de la violencia y la corrupción en su novela Adán en Edén: “Lo que está pasando ahora es algo inédito: las interacciones sociales se criminalizan, el crimen se transforma en una práctica colectiva, la violencia se apodera del país (de muchos países)”.
Las pérdidas por la corrupción
“No: lo malo, lo perverso, lo terrible es la nueva clase criminal que va usurpando poderes poquito a poco, primero en la frontera, luego en el interior, el policía iletrado primero, el político ilustrado enseguida, todo sin intermediación personal: ¿de dónde salen estos nuevos criminales? No son campesinos, ni obreros, ni clase media. Pertenecen a una clase aparte. Corrompen, seducen, chantajean, amenazan y acaban por adueñarse de un municipio, de un Estado de la Federación, un día del país entero)” [1].
La situación en la que países como México se encuentran es mucho más compleja, las pérdidas que genera la corrupción no son solamente económicas. Perdemos la oportunidad de construir un sentido ético de cómo gestionar nuestros bienes públicos y privados. Se deteriora la confianza entre vecinas y vecinos, crece la distancia entre quien gobierna y quien es gobernado. No es casualidad que mucha de la protesta social actual en nuestra región esté vinculada al descontento por la desigualdad cada vez en aumento por la acumulación de riqueza adquirida de manera injusta y en detrimento del bien común. El Papa en su discurso ante [2] el Tribunal de Cuentas Italiano en marzo de 2019, ha resumido muy bien los efectos de la corrupción: “Éste es uno de los flagelos más lacerantes del tejido social, porque lo perjudica gravemente tanto ética como económicamente: con la ilusión de ganancias rápidas y fáciles, en realidad empobrece a todos, privando de confianza, transparencia y fiabilidad a todo el sistema. La corrupción socava la dignidad de la persona y destruye todos los ideales buenos y bellos. La sociedad en su conjunto está llamada a comprometerse concretamente para contrastar el cáncer de la corrupción en sus diversas formas”.
El llamado a acabar con la corrupción nos interpela a todos, más a quienes creemos que nuestra fe debe concretarse en un compromiso con los principios de integridad, honestidad y ética. Quizá la próxima vez que pensemos en la corrupción, sirva de mucho excavar un poco más a lo que puede parecer un acto aislado para empezar a darnos cuenta de la dimensión del problema y de lo profundo que debe ser la solución.
[1] FUENTES, C. Adán en Edén. México, D.F.: Alfaguara, 2009
[2] https://www.vaticannews.va/es/papa/news/2019-03/papa-francisco-discurso-tribunal-de-cuentas.html