La trayectoria artística de David Mach hunde sus raíces en la escultura activista de los años 1970s y anticipó el movimiento Britart que desde 1988 lideró Damien Hirst. La generación de escultores británicos nacidos en los 1950s, a la que pertenece Mach, no estaba unida por una corriente, escuela ni programa artístico común sino que quedaron polarizados en la anterior generación pop y el Land Art o se sumaron al movimiento Britart que surgió a final de los 1980s. No obstante todos los principales escultores coetáneos de Mach mostraron, como él, una especial inclinación por las grandes obras de arte instaladas en espacios públicos.
Mach ha desarrollado su obra con un estilo muy característico, impactante, popular y extravagante. Trabaja en a su taller con distintos materiales y técnicas como el collage, el ensamblaje de objetos desechados, piezas sofisticadas minuciosamente armadas con pequeños componentes, etc. En su exposición ‘Precious Light’ pone en juego todos sus hallazgos al servicio de una colección que sería al arte visual lo que la ópera a la música. Lo hace en un contexto personal en que su esposa, co-creadora de sus obras, se ve tristemente afectada por una severa enfermedad.
‘Adam and Eve’ (2011) es una de las composiciones iniciales de ‘Precious Light’ y en este collage de 244 cm. de diámetro, el autor ilustra el relato de la Creación en que Adán y Eva recorren el Paraíso. El collage presenta un espacio dividido en dos partes, tierra y cosmos. El amanecer del cosmos que comienza deja paso a una Tierra desbordante de vida. En el medio, las dos figuras humanas brillan como centro del universo: la silueta circular de la composición acentúa la idea de mapa del mundo con el hombre en su punto medio. Sus colores dorados le asocian al Sol (Dios), de quien son hijos.
El escenario de fondo deja reconocer fácilmente la bahía de Sidney (se identifican el famoso puente y la Opera House) sobre la que sobrevuelan aves marinas y en cuyas orillas descansan los flamencos y otras aves zancudas. Sobre la ladera montañosa que parece presentar el cuadro sobrevuelan otras aves pero de parajes muy lejanos al australiano: frailecillos, típicos del Norte de las tierras escocesas de donde es el autor. El fragmento de vida sobre el que el autor nos hace fijar la mirada está abarrotado masivamente de seres vivos de los cinco continentes: tucanes americanos, un tigre asiático, leopardos africanos o un venado europeo. Las flores brotan por doquier rodeadas por mariposas, aves coloridas vuelan en todo lugar y cocodrilos o roedores se asoman bajo las anchas hojas de las plantas. Un fuerte manantial suelta su chorro en medio de la ladera. El aspecto tropical de este bosque no hace sino redundar en la explosión de vida que se pone al cuidado de la humanidad representada en los primeros padres. Éstos están extasiados contemplando la abigarrada multiplicidad de vida. Está tan mezcladas y superpuestas las imágenes que uno se forma la idea de que constituyen un único cuerpo, una bomba en su primer instante de estallido. No obstante, la visión está equilibrada por la otra mitad del círculo –que es planeta y cosmos a la vez que ojo y huevo de la Creación tal como la concibieron los egipcios.
Adán y Eva actúan como recién llegados señalando una novedad tras otra. Sus brazos en alto expresan asombro y alegría. Eva se adelanta en su exploración y toma en su mano izquierda una manzana amarilla. Mientras, Adán está plantado en un lugar posando un ave precisamente del paraíso también en su mano izquierda. El sexo de Eva es ambiguo.
Detrás de Adán y Eva se eleva un árbol que bien pudiera ser el Árbol de la Vida. La serpiente cuelga de una rama en la parte inferior izquierda del cuadro (desde la perspectiva de Adán y Eva, no desde la del espectador), ante la mirada asustada de un cervatillo que inocente está en la parte inferior derecha. Esa distribución izquierda/derecha puede no ser casual.
El cuadro tiene dos ejes. El primer eje es el del horizonte, paralelo al puente, que divide la composición exactamente por la mitad. El puente de la bahía de Sidney representa el encuentro y relación entre Dios y humanidad, que se convierte en el nuevo horizonte del universo. Esa línea horizontal está cruzada justo en su mitad por la línea vertical de la composición que une el Sol-Dios, con el árbol de la vida y con los humanos en el centro. Si seguimos ese eje vertical, abajo se divide en dos formando un triángulo: en la parte superior están Adán y Eva, el vértice izquierdo es la serpiente (el Mal) y el vértice derecho es el cervatillo. Es decir, que Dios (el Sol) ha creado el Jardín de la Vida (el Árbol de la Vida) y al hombre, quien se va a encontrar ante un dilema entre la inocencia (el cervatillo) y la traición (la serpiente).
Mach se pregunta cómo ha podido meterse él en la empresa de reimaginar de nuevo la Creación, después de que cientos de artistas lo hayan hecho ya dando a luz obras maestras. En sus propias palabras, “Te dices, ‘¿por qué diablos estás haciendo esto? Ha sido hecho 20 o 30 veces mejor de cómo lo estás haciendo’. El pathos no es algo de lo que se hable en el arte contemporáneo. Pero una figura sacra está hecha con emoción y drama” (Rees, 2011). En efecto, Mach ha querido dejar atrás el tabú del arte religioso en el arte contemporáneo, desobedecer la ley de silencio extendida por la corrección cultural sobre estos temas. Y lo hace con la legitimidad de ser una persona sin creencias religiosas aunque ligado a lo cristiano a través de sus padres, su infancia y su educación en Escocia en una familia de ascendentes polacos.
La composición de Mach combina el entusiasmo desordenado y explosivo de la Creación con el orden que establecen con claridad los ejes (puente y Sol-Árbol-humanos-cervatillo/serpiente). Forman un interesante equilibrio de desorden y orden que da paz (que es el signo que forman ambos ejes). El cuadro es alegre y la técnica Naive del collage proporciona la ingenuidad y sencillez que vive el momento. La obra es un acierto por la emoción que transmite con inmediatez y el relato que representa visualmente con nitidez.