El diccionario dice que perplejo es un adjetivo que hace referencia a “dudoso, incierto, confuso”. Cuando la persona está perpleja no sabe qué hacer, se paraliza. Habitualmente esa sensación va acompañada de miedo y es consecuencia de un acontecimiento que no se comprende y al que se percibe como peligroso. Puede confundirse la perplejidad con la indiferencia, pero la ausencia de reacción, que sería lo común a ambas situaciones, se debe a causas muy distintas. La parálisis que sufren muchos argentinos por estos días, no nace de la indiferencia sino del desconcierto. Como un mantra se repite la expresión “es increíble”, y no se da crédito a lo que se ve o se escucha.
La muerte del fiscal Natalia Alberto Nisman ha caído como un balde de agua helada, pero sin embargo la sorpresa no debería ser tal. Hace tiempo que se viene incubando la muerte en una clase dirigente que no quiso escuchar un sinfín de advertencias. La violencia verbal, el ninguneo del que piensa diferente, el desprecio por los modales más elementales, sumados a una corrupción obscena, presagiaban la tormenta. La Iglesia, como muchas otras instituciones y personalidades, lo fue advirtiendo. No se quiso escuchar hasta que fue tarde. La quietud de la indolencia y la mediocridad dio paso a la parálisis de la perplejidad. Sin embargo estaban avisados, esto podía pasar y pasó. No se sabía cuándo ni cómo, pero todos los indicios estaban a la vista.
“La corrupción mata”
Los clásicos enseñan que en el asombro está el comienzo de la filosofía, quizás esta perplejidad sirva para despertar a una dirigencia ciega y sorda. Parece importante detenerse a considerar el origen de esa inmovilidad colectiva. No es lo mismo la quietud del indolente que la del que es responsable y no sabe qué hacer; no es igual la parálisis de la víctima asustada que el silencio del corrupto que no quiere hacerse notar. En estas circunstancias de gravedad inusitada es patético ver o escuchar a personas con muchas responsabilidades echarle la culpa a “la sociedad” que con su supuesta indiferencia deja hacer a sus dirigentes y no es exigente con ellos. Es cierto, hay un amplio número de personas que no reacciona pero hay que preguntarse por qué. El que se levanta a las cinco de la mañana para ir a trabajar en un tren atestado, para recibir un sueldo miserable, no es indiferente, está harto, que no es lo mismo. Harto de hablar y no ser escuchado. Su silencio es un grito que no logra llegar a los oídos de quienes son responsables. Los responsables, como lo indica la palabra, son justamente los que deben responder. Es muy diferente robar millones desde lugares de privilegio que vender en un kiosco sin entregar factura o “colarse” en un tren.
El Papa Francisco repite una y otra vez que hay que distinguir entre ser pecador y ser corrupto. Equivocarse y cometer errores es propio de la condición humana pero estar instalado en una conducta que destruye la sociedad en beneficio de unos pocos es algo bien diferente. La corrupción no se refiere solamente a los negocios turbios, sino a todas las conductas de quienes delinquen en su propio interés perjudicando al bien común. La palabra “corrupto” tiene la misma raíz de “roedor”. Roedores son las ratas que van destruyendo poco a poco pero que lentamente pueden destruirlo todo. Los “co-rruptos” son los que “roen juntos”, los que se ponen de acuerdo para romper lentamente y beneficiarse entre ellos. Como las ratas, son además los primeros en abandonar el barco.
Como también dice el Papa “la corrupción mata”. Nuevamente la muerte ha dejado desnudos a quienes tienen la obligación de tener respuestas. Licuar las responsabilidades atribuyéndoles la culpa a todos, sin distinciones, es la peor y la más cobarde de las reacciones. La respuesta de los corruptos es decir que la culpa es de todos, de esa manera la culpa es de nadie.