No es una novedad. Lo hace pendularmente, como signo reafirmante de identidad en tiempos de zozobra. Y estos lo son. Se trata de reconquistar el espacio perdido y hacer oír el espíritu cruzado, aunque a veces se conforma con santiguarse con agua bendita antes de perderse en el folclórico polvo de tantas romerías.
La prensa saluda con saña o con candor, según la cabecera, que la derecha vuelva a ocupar los primeros bancos de las iglesias tras las primarias del PP. Y con este regreso, reverdece la tentación de algunos de ponerle palio. Olvidado Tarancón, quién teme a un político de comunión diaria.
Ignoro si lo es o no Pablo Casado, pero como en los discursos que le han llevado a presidir el PP habló de familia y vida, algunos resucitan el sueño de una derecha como Dios manda, que ahorme la fe con un partido que se echó con los obispos a la calle para protestar contra las bodas homosexuales, mientras se quedó en casa cuando otros cristianos salieron a gritar contra las mentiras de la guerra.
Cristianos que respetan a la familia y aman la vida los hay también en otras formaciones sin que nadie diga que son el partido de los católicos. No está de más preguntarse por qué estos siguen consintiendo que la cruz se la pongan solo a los otros. Es cierto que políticamente están mal avenidos entre ellos, pero tanto en el PP, como en el PSOE, en el PNV o entre los independentistas de ERC o del PDeCAT, y en otras formaciones menos visibles, habrían de ser primero simples cristianos que llevan a la política la esencia del Evangelio: servicio a los demás.
Más allá de las siglas, eso sería lo que fácilmente los haría identificables ante sus compañeros de partido y ante el conjunto de la sociedad. De estos, todavía caben más en misa.