Entre las respuestas que Dios da a los reporteros, en la novela de Enrique Jardiel Poncela, “La ‘Tournée’ de Dios”, quizá la que más les desconcertó fue la quinta. Ante la pregunta de cuál era el sistema económico-político-social que Él recomendaba, contestó: “La forma ideal de gobierno en los Estados de la tierra son las dictaduras”.
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Sobra decir que el texto, publicado en 1932, causó escozor en los lectores españoles de la época, atravesados por la guerra civil que acabó con la república y proclamó a Franco como el nuevo Jefe de Estado y de Gobierno. La propuesta de Poncela parecía alentar el ataque de los sublevados, y atentar contra la democracia que tanto anhelaban en España y que alcanzarían hasta la muerte del dictador.
Sin embargo, y no obstante que la misma Iglesia Católica califica de “el mejor” a la democracia como sistema de gobierno, la respuesta de ese imaginario Dios tiene mucho de pragmática. Hemos visto -y hoy México es un palmario ejemplo- que procesos democráticos exitosos, con elecciones confiables y válidas, no conducen a la unidad de una Nación. El caso mexicano evidencia una creciente polarización, no obstante que nadie puede poner en duda la legitimidad que llevó al poder al actual presidente de la república.
Más rápido y eficaz, según los enemigos de consultas, puestas de acuerdo y votaciones, es el dictador que, mal o bien, resuelve los problemas con una sola indicación. La democracia, siempre de acuerdo a estas voces, es lenta, costosa y, a fuerza de respetar la decisión de las mayorías, puede traer graves consecuencias. No olvidemos, nos advierten, que Hitler llegó al poder después de unas elecciones.
Menos totalitarios, pero igualmente prosaicos, son los clérigos que nos recuerdan una verdad incontestable: la Iglesia no es democrática. Pero lo dicen no para enfatizar que ella está sometida a la voluntad de Aquel que es el Señor de todo y de todos -como lo acaba de afirmar González Faus-, sino para insinuar una monarquía absoluta, en la que ellos participan de un poder que les impide escuchar, les permite mandar sin recato y hasta sentirse impunes.
La sinodalidad va más allá de unas meras elecciones democráticas, por lo que es todavía más difícil. Y es que, de acuerdo a su etimología, significa caminar juntos, con los retos que representan ambas palabras. Por una parte, cuando caminamos, trotamos o corremos, surgen muchas dificultades que deben ser superadas: nos cansamos, tropezamos, sentimos desfallecer, queremos abandonar… pero también libramos obstáculos, vencemos lesiones y caídas, nos apoyamos con los demás corredores, y llegamos a la meta.
Y hacer el camino junto con otros tampoco es fácil. Implica acelerar el paso o ralentizarlo para no quedarnos atrás del grupo, ni tampoco abandonar a los más lentos. Exige escuchar y, muchas veces, ceder. La paciencia y el diálogo sincero son sus principales herramientas. Nos invita -como lo dijera el Arzobispo de Monterrey- a desarrollar la sinfonía, la simpatía y la sinergia, es decir, a pensar, sentir y trabajar juntos.
El próximo octubre, el Papa dará inicio al camino sinodal que durará tres años, con sus tres respectivos momentos: diocesano, continental y universal, y que culminará con la Asamblea de octubre del 2023 en Roma. Comencemos a caminar… juntos.
Pro-vocación
El obispo de Tyler, Texas, en Estados Unidos, Joseph Strickland, acusa al presbítero James Martin de predicar la mitad del evangelio. El jesuita, famoso por su apoyo a la causa LGBTI, respondió al prelado norteamericano con la carta personal que le envió hace meses el papa Francisco, en la que le anima a continuar con su ministerio. Habría que preguntarle al obispo Strickland si la misericordia y la inclusión son partes del evangelio o constituyen su núcleo fundamental.