JUEVES. Pasan las ocho de la tarde. La veo desde mi ventana. Todos los días. Sentada en el banco. Con su pañuelo en la cabeza. El carro de la compra, a su vera. O no de la compra. No suele esperar más de diez minutos. Tiene cogida la hora. Salen las cajeras del supermercado y dejan la mercancía en los contenedores. No se la pueden dar en mano. Se buscarían un lío. Ella busca y rebusca. La dignidad dentro de un cubo de basura. Alguien pasa a su lado. Mira de reojo. Distancia social. Miedo a que la pobreza contagie. Desde mi habitación, temor a que, en los próximos meses, junto a ella se sumen otros carritos.
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VIERNES. Se alquila medio convento. Los dulces y los donativos no dan para mantener a las cistercienses de Sevilla. Menos aún para sostener un edificio con siete siglos de solera. El riesgo siempre latente de quién lo quiere y para qué.
SÁBADO. Fin de las citas papales. ¿Con efectos inmediatos? Habrá que ver en los arzobispados que están a punto de nieve. Por latitud.
DOMINGO. “Los has tratado igual que a nosotros”. Tanta recriminación por no comprender la misericordia infinita. La verdad es que es difícil de encajar en los parámetros de la meritocracia humana. Aun cuando se nos llena la boca al pronunciar “omnipotente”. Esa omnipotencia es la que hace mirar con un cariño sin límites a quien se da cuenta, sea la hora que sea, de que quiere volver a casa. Que no es un okupa. Que es un hijo más. Que esta herencia no entiende ni de impuestos de sucesiones ni de reparto notarial.
LUNES. Reencuentro. Necesario. Sanador. Gracias.
MARTES. Me lo envía un amigo. Ilusionado. El Papa ha recibido a cuarenta padres de homosexuales. En el patio de San Dámaso. “La Iglesia ama a sus hijos como son porque son hijos de Dios”, dicen que les dijo. “Los has tratado igual que a nosotros”.
MIÉRCOLES. Me pierdo por el Instagram de Ana Milán: “El drama es un sofá muy cómodo que te destroza la espalda”. Intento recostarme lo justo en ese lamento victimista mullidito, aunque el nuevo confinamiento invite a ello. Por si acaso.