En una ciudad, todos, como hormigas de un gran bosque de cemento, hierro, piedra, barro o cristal, buscamos subsistir y ser felices, sentirnos amados y amar. Nos organizamos, nos unimos y buscamos el alimento del cuerpo y también del espíritu: por eso comemos, conversamos, leemos, escuchamos, miramos, nos silenciamos, nos acariciamos… y algunos, intentamos trascender todas estas tareas y gestos, tan humanos, y contemplamos, para no quedarnos solamente sobre el polvo de la tierra, solo en la organización, solo en el grupo: porque queremos ser comunidad, con vocación de eternidad.
Algunas veces, porque solos no podemos hacer casi nada, nos unimos y convocamos y nos manifestamos para que la voz y el corazón de todos formen un solo cuerpo que se agigante y resuene ante lo que consideramos nuestros derechos, para vencer lo que permanece injusto, para unir nuestras vidas ante lo que nos parece esencial y es memoria viva.
Unidos nos agrandamos y, en comunión, con un solo corazón, nos trascendemos. Esto también es la esencia de la fiesta, de las procesiones, de las romerías, o debería ser. Nosotros los que celebramos la Eucaristía cada domingo, algunos, cada día, nos estamos sumergiendo en un misterio de comunión. Todos conocemos muchos tipos de comunión: la de los esposos, es profundísima: “seréis una sola carne”. También la comunión entre la madre y el hijo que lleva en su seno, es una comunión real y fortísima. Pero en ninguno de estos casos la comunión alcanza su perfección, pues cada uno permanece siendo en sí mismo un único individuo, separado del otro, y el que va a nacer debe salir del vientre de su madre, si no se muere.
No basta con no tener rencor
Hoy, en un gesto comunitario procesionamos el Cuerpo de Cristo, ese trocito de pan blanco, casi sin forma ni sustancia, aunque a veces dude que lo hagamos del todo bien y se quede tan solo en parafernalia o en un recuerdo sentimental de la infancia. Porque la consecuencia es que entre nosotros los cristianos, no podemos hacer una verdadera comunión con Cristo, ni tan siquiera una procesión, si nos odiamos, estamos divididos, si he ofendido a mi hermano, si paso de las injusticias, si sólo busco mis intereses o lo que me apetece, puede ser que vaya lleno de fervor a comulgar, como si no pasara nada, pero me estoy engañando. Soy como aquel que come y bebe sin discernir el Cuerpo, que nos dice san Pablo.
Pero no basta con no tener rencor, no estar reñido con nadie. La Eucaristía nos enseña a hacer algo mucho más grande, a dar nosotros también nuestro cuerpo y nuestra sangre por los demás, como hizo Jesús con nosotros. Cada vez que el sacerdote dice en voz alta las palabras de Jesús, todos podemos decir en lo profundo de nuestro ser: tomad y comed todos de él porque esto es mi cuerpo (esto es mi vida, mi tiempo, mis energías). Tomad y bebed todos de él, porque este es el cáliz de mi sangre (esto es mi sudor, la fatiga, el sufrimiento, la enfermedad), que será derramada por vosotros. De este modo, nosotros no sólo celebramos la Eucaristía, sino que llegamos a ser Eucaristía, pan partido, regalo, cuerpo y sangre entregada para Dios y para los demás. Es la única manera de celebrar con coherencia la solemnidad del Corpus Christi. ¿Comprendéis por qué Cáritas va tan unida a la fiesta del Cuerpo entregado del Señor y a nuestra comunión?