Es curioso que, en nuestro tiempo, la experiencia de creer, de tener fe, sea vista como la posesión de algo seguro y firme. En medio de un mundo de inseguridades permanentes el hombre y la mujer que tienen fe son percibidos como personas que se apoyan en seguridades fijas y estables. Es necesario reconocer que es así como se ha presentado la fe desde la catequesis; y, además, es también una verdad: la fe ofrece una seguridad, un punto de referencia, un espacio de paz y certeza. Especialmente para los cristianos, poner toda la confianza en la persona de Jesús y sus enseñanzas es un don que quien lo experimenta no puede dejar de agradecer. Pero ese lugar “seguro y firme” no detiene la búsqueda, no deja de ser una aventura permanente. La fe no ofrece seguridades mágicas ni ahorra lágrimas e incertidumbres, enseña a convivir con el misterio y crecer en él.
Es importante destacar este aspecto de la experiencia de la fe, porque vivimos un tiempo que ofrece un arsenal de credulidades superficiales, baratas, que son exactamente lo contrario de la fe. Habitualmente se presentan como lo contrario de la fe a la incredulidad, el ateísmo o el agnosticismo; pero un incrédulo que se pregunta, un ateo que duda o un agnóstico que acepta su ausencia de respuestas; están mucho más cerca de la experiencia de fe que aquellos que ya son propietarios de seguridades. Ya sea que se trate de certezas “religiosas”, “mágicas”, “morales”, “ideológicas”, o de cualquier tipo, en realidad da lo mismo, son “seguridades”, o sea, lo contrario de la experiencia de fe: “la fe es la garantía de los bienes que se esperan, la plena certeza de las realidades que no se ven” (Heb. 11,1).
Conviene repetirlo: la fe es garantía de lo que se espera, certeza de lo que no se ve. Los auténticos creyentes avanzan en lo que San Juan de la Cruz llama “la noche oscura” y eso mismo los hace personas con más capacidad de diálogo y escucha; personas abiertas a percibir la voz de su propia conciencia; personas dispuestas a interrogarse y a dejarse interrogar. Por esto es más fácil el encuentro entre un ateo y un hombre de fe, que, entre ese mismo ateo y una persona atrincherada en seguridades inamovibles, que se presentan como “firmes convicciones” pero son solamente endurecidas corazas que ocultan angustias y ansiedades, o, en ocasiones, son nada más que necesidad de poder o expresión de soberbia.
Mientras que la sociedad actual avanza destruyendo la naturaleza y aceptando como normal una situación de injusticia inaudita que convierte en “descartables” a millones de personas; mientras desaparecen los límites entre la verdad y las mentiras; mientras la tecnología hace trizas los grandes relatos de antaño, la angustia que todo eso genera empuja a millones de personas hacia el cinismo o las falsas seguridades de cualquier tipo. La fe cristiana no es “otra seguridad que se ofrece” para consolar a los que no encuentran respuestas, es otra cosa. Se parece más bien a un camino que se encuentra, que ofrece una dirección y un sentido pero que es largo y muchas veces arduo. No se apoya en una “convicción intelectual” sino en una experiencia, en la experiencia de haber encontrado una forma de vivir diferente para responder a las angustias, inseguridades y temores.
La fe en Jesús no es una convicción en la que refugiarse para escapar de la realidad por una puerta de emergencia, es un camino como aquel que llevaba a los discípulos hacia Emaús, un camino para dejarse enseñar, abandonar falsas seguridades y aproximarse a la experiencia de la Pascua.