En muchas ocasiones, Jesús de Nazaret elogia la fe de quienes se acercan a él, inclusive se asombra de esa fe y la pone de ejemplo a sus discípulos. A partir de esos textos, muchos comentaristas de las escrituras sagradas exhortan a los creyentes a tener una gran fe, una fe indestructible, una fe que debe ser proclamada y defendida, por la cual se debe estar dispuesto a dar la vida. Sin embargo, en otros momentos, el Señor se muestra distante y crítico ante quienes se sienten seguros y confiados, ante quienes están satisfechos con sus creencias o ante aquellos que se presentan ante él como propietarios de unas convicciones y unas certezas inconmovibles.
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Cuando en determinado momento sus discípulos le piden al Maestro que les aumente su fe, aquellos buenos hombres y mujeres que lo acompañaban se encuentran con una respuesta desconcertante. En lugar de alentarlos a crecer en esa poca fe que dicen tener, Jesús les dice que es suficiente una fe del tamaño de una pequeña semilla. Con esa fe podrían mover montañas. No los invita a tener eso que ellos se imaginan como una fe muy grande sino a cultivar una fe pequeña, una fe que tiene una gran fuerza pero que no da seguridades. Algunos expertos en los evangelios dicen que la montaña a la que se refiere Jesús es aquella sobre la que se asentaba el Templo de Jerusalén. La fe pequeña conducirá a los discípulos a abandonar todas las seguridades que ofrecía ese Templo y todo lo que significaba. Esa fe capaz de mover montañas era una fe que provocaba un terremoto. Siguiendo a Jesús todas las certezas que tenían hasta entonces volarían por el aire. El Maestro no prometía “superpoderes” sino algo muy diferente y desconcertante.
Quizás estos tiempos de pandemia que transitamos se parezcan a la situación de aquellos discípulos que siguen a ese Maestro que habla de una manera completamente nueva. Muchos de ellos serán testigos de una época marcada por acontecimientos asombrosos y aún más impactantes que los que nosotros estamos viviendo tantos siglos después. Finalmente, y tal como Jesús había anunciado, ese Templo sería destruido y ellos deberán emigrar y ser perseguidos. Ya no pertenecerán a ese pueblo y no sabrán muy bien a qué pueblo pertenecen. Solo les quedará el recuerdo del Maestro y sus enseñanzas, solo les quedará la experiencia de sentirse invadidos por el Espíritu que los empuja a dejarlo todo para anunciar “lo que ni el ojo vio ni el oído oyó”, hacia una forma de vida completamente diferente. Ya se les había anunciado: iban a tener que “nacer de nuevo”.
Solo hacen falta tres cosas
Mucho antes de que la teología explicara las “virtudes teologales”, aquellos hombres y mujeres poco ilustrados aprendieron a vivir de la fe, la esperanza y la caridad. Aprendieron a salir de sí mismos y abandonarse en las manos de Dios. Y lo hicieron llegando hasta el martirio, porque el acto supremo de la vida es el último, ese acto por el cual nos dejamos caer en las manos de Dios con la confianza de que ese salto no termina en la nada. Ellos fueron los primeros en experimentar que el acto de fe no es convencerse a uno mismo de una idea sino confiar en Dios, que está ahí, nos ama y nos salva.
Aquellos hombres y mujeres no tuvieron nunca otra seguridad; como nosotros caminaron a tientas en un mundo desconcertante y nos enseñaron a tener una fe siempre frágil y pequeña, como una semilla. Y nos enseñaron también a disfrutar de esa pequeñez y a abandonar toda pretensión de seguridades imaginarias. Nos enseñaron, ellos y todos los santos que vinieron después, que es precisamente gracias a esa fragilidad que la fe no puede convertirse nunca en alguna ideología salvadora ni en una seguridad neurótica y compulsiva.
En estos tiempos sacudidos por transformaciones inconcebibles estamos invitados a cultivar una fe pequeña como una semilla y a huir de seguridades engañosas. Cuando es pequeña la fe viene acompañada de esperanza. Cuando la fe es frágil no nos endurece, no nos lleva a encerrarnos en los peligrosos círculos en los que se reúnen los que piensan igual, nos conserva siempre abiertos hacia los demás, nos empuja hacia los gestos de amor.
Para estos tiempos difíciles solo hacen falta tres cosas: fe, esperanza y caridad.