Temo que “la fe”, enclaustrada en la apologética del entendimiento, ha perdido gran parte de su capacidad para abarcar a toda persona y atraerla. Entre esa “confianza fundamental” que toda persona vive gozosamente para avanzar y la “fe de unión y pertenencia” se ha abierto una grieta de grandes dimensiones. Parece difícil proponer hoy dar un salto semejante a alguien que nota y siente que no puede quedarse mirando sin más un caramelo. La razón, sin fracturas ni sesgos, que amplía horizontes y mira hacia el futuro con esperanza necesita volver a copar nuestras preocupaciones.
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En lugar de los análisis certeros del pasado que intentan hilar procesos sociales y vitales, darse la vuelta hacia el infinito, aunque sea romántica y poéticamente, para vislumbrar e intuir nuevos caminos. A estos nuevos caminos es a lo que la Iglesia durante siglos ha llamado cultura cristiana, capaz de unir y dar coexistencia a una comunidad de personas libres, con su pecado a cuestas, pero en movimiento, y de servir de llamada de atención para otros para anunciar que hay algo bello, bueno y verdadero que están queriendo encontrar como si fuera un gran tesoro.
Tres ejemplos
Pongo tres ejemplos, para ilustrar en algo de qué estoy hablando. Primero, pasar de las personas tóxicas a las personas antídoto. Segundo, de las personas de microrrelatos a las personas con macrohistorias compartidas. Y tercero, de las personas aisladas, fragmentadas y anónimas a la comunidad que celebra y ama. Es decir, que la realidad es la que es, en cierto modo, lo sabemos todos. Salvo aquellos que están tan inmersos en ella que no tienen perspectiva alguna, porque han sido amasados en ella. La singularidad idealista del subjetivismo alemán trasnochado ha dado pie a una industria del individualismo que sigue siendo más de lo mismo, salvo por el hondón terrible e insatisfactorio de la soledad. La pertenencia a una comunidad es lo que renueva de verdad el entorno y el punto de vista. Es por esto por lo que la Iglesia es salvífica y siempre lo ha expresado de esta manera, como relación de mutuo reconocimiento y surgimiento de un lazo nuevo de responsabilidad fraterna. La gracia es activa en el amor. Y el amor se acoge humanamente de múltiples maneras. Pero llegado a cada persona será siempre tan humano como presencia de lo divino.
En los tres ejemplos anteriores, sobre todo en el primero, hay una renovación del lenguaje pretendida. Si sale uno a la calle, todos sabrá quiénes son los “tóxicos”. Al menos desde su sensibilidad y circunstancias. Pero los “antídotos” se preguntarán quiénes son. De ellos no se habla porque, cuando se ha mirado el mal durante mucho tiempo en los análisis y entendimiento, los ojos de la razón y el corazón han quedado afectados por miopías o astigmatismos o cansancios de diversa índole no relacionados necesariamente con la edad. Los “antídotos” sanadores existen y escuchan, abrazas, liberan. Cabría incorporar toda una nueva propuesta sobre el “cuerpo” a las vistas de la acuciante sed de presencialidad en el trato común y en el tejido comunitario. De ahí lo de celebrar y la insistencia litúrgica -eucarística- como “fuente y culmen”, “principio y fin” de una fe en camino y como pueblo.
El segundo de los ejemplos hace referencia al necesario salto del mundo que nos circunda a cada uno y del que somos centro indiscutible, propio de los avances descontrolados de un individuo mundanizado, a la humana concepción de la vida que se va construyendo bajo el movimiento de una historia nunca propia, de la que somos incapaces de vernos como el centro, en la que intervienen muchas personas hirientes y sanantes, la gracia y el pecado, la libertad y los vicios. Una historia compleja, una de cuyas complejidades más hermosas consiste en ser compartida con otros. Es posible hacer historia en comunidad. De ahí, quizá, las visiones de Isaías sobre las naciones reunidas, o la imagen evangélica del rebaño reunido que responde a la voz de su pastor, cada una por su hombre, o el inicio mismo de la Iglesia narrada en Hechos, o los factores descritos esencialmente por Pablo a los corintios. ¡Qué belleza tan atractiva y provocadora la que queda por delante!
Hace falta un salto. Hay que dar un salto, loco y atrevido que muestre que es posible lo considerado imposible hasta entonces. Hay que dar el salto que Dios espera. Hay que dar el salto de los hijos en el Hijo, del solitario a la comunidad, de la tiniebla a la luz, de la división al amor. Hay que dar el salto. Y como no sabemos, como nos falta fuerza, ¡llega el Espíritu que da testimonio y que es viento!
Feliz Pascua.