En el primer aniversario de la masacre y secuestro masivo de Hamás contra Israel, Benjamin Netanyahu ha bautizado a la destrucción desatada en Oriente Medio como la ‘Guerra de la Resurrección’. Guerra y resurrección son dos términos antagónicos –como guerra y cultural–, sobre todo cuando es una guerra indiscriminada que ha acabado con la vida de miles de niños y niñas.
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No es mera retórica, sino una afirmación nuclear: la salvación procede del poder de los ejércitos, el poder contra Sodoma y Gomorra, el poder de los leones –otra de las referencias que ha usado–, la ‘doctrina del perro loco’ –expresión del ministro israelí Moshé Dayán–; un poder masivo demasiado peligroso, imprevisible, desaforado y desmedido. Así está siendo.
La proclamación de la ‘Guerra de la Resurrección’ tiene voluntad de impugnación de las Bienaventuranzas, que glorifican a los pacíficos, las víctimas, los pobres y cuantos trabajan por la justicia.
Los crímenes de guerra y contra la humanidad que está cometiendo el ejército israelí en sus siete frentes no son un asunto regional. Para la mayor parte del mundo –los occidentales son tan solo el 13,8% del planeta–, Israel es una colonia de Occidente, que pretende seguir siendo el civilizador hegemónico. La acusación no es contra Israel solo, sino contra todo Occidente.
Romper el orden mundial
El pacto ruso-chino de enero de 2023, la “Nueva Era”, alternativa al liberalismo occidental, ha sumado países hasta alcanzar el 30,2% de población del mundo. La ‘Guerra de la Resurrección’ lo legitima y lo hace crecer. Esta guerra desmedida está rompiendo el orden mundial en un momento de extrema fragilidad. Es una línea roja que se ha permitido y alimentado, que el mal cruce, y que legitima de facto todas las futuras guerras injustas y la cultura de la muerte. Todo lo contrario de la resurrección.