Hay mezclas que, a primera vista, pueden repelernos o resultarnos extrañas, pero cuyo resultado provoca una realidad muy sabrosa. Es lo que sucede, por ejemplo, cuando combinamos lo dulce y lo salado, como el paté y la mermelada. Hay otras uniones que siempre chirrían, como conjuntar ropa de rayas y de lunares. Con todo, lo que me resulta más desconcertante es cómo combinaciones que podrían resultarnos más naturales acaban produciendo un resultado perverso. Así pasa cuando juntamos la política y la pobreza, por más paradójico que resulte.
- OFERTA: Semana del Laico en Vida Nueva: suscríbete a la edición en papel con un 25% de descuento
- ¿Quieres recibir gratis por WhatsApp las mejores noticias de Vida Nueva? Pincha aquí
- Regístrate en el boletín gratuito y recibe un avance de los contenidos
La política debería buscar el bien común y la pobreza cuestiona que ese objetivo no está siendo alcanzado por el conjunto de la comunidad. Con todo, cuando ambas se mezclan y dejamos a un lado la humanidad, los pobres se convierten en arma arrojadiza que nos lanzamos unos a otros. Ante las reacciones que se han despertado por la llegada masiva de migrantes a Ceuta, tengo la sensación de que pobreza y política internacional se han combinado generando un fruto perverso y perturbador, donde los más sufrientes son un objeto de presión, jugando con sus vidas y con sus legítimos sueños de alcanzar una existencia más digna.
Cuanto sucede siempre suele ser más complicado de lo que parece a simple vista y, dado mi desconocimiento del complejo mundo de las relaciones internacionales, me niego a hacer una valoración simplista de una realidad compleja. Con todo, a veces perdemos de vista que nos encontramos ante seres humanos, frente a rostros concretos, por eso nos conmueve cuando una voluntaria de la Cruz Roja consuela a un senegalés que llora desesperado en la playa y se abraza a ella como a una tabla de salvación.
¿Quién es quién?
Estos días, al ver la escena, me venía a la cabeza un pasaje del Evangelio que tenemos todos grabado a fuego en nuestro imaginario. Cuando el llamado “hijo pródigo” regresa a casa, su padre no le da margen para que suelte el discurso que tenía preparado. Dice el texto bíblico que el patriarca, al verlo, se conmovió y se abrazó a su cuello (cf. Lc 15,20). Puede ser que, al decir esto, quienes estáis leyéndome penséis enseguida que esta voluntaria nos representa a nosotros, europeos y en situación aventajada. Que nosotros somos como ese padre acogedor que recibe a quien llega. El “hijo pródigo”, entonces, sería ese anónimo senegalés que alcanza nuestras costas, maltratado por la vida y por la existencia. En cambio, yo creo que los roles de esta escena son justamente al revés.
Ante el fruto perverso que brota de esa combinación infernal de política y pobreza, los más débiles son quienes nos salvan con su abrazo, porque ellos nos permiten conectar con nuestro yo más profundo, reconocernos semejantes y compañeros de camino, nos descubren que compartimos los mismos miedos y fragilidades, y nos capacitan para contactar con nuestra ternura, por más agazapada que esté. Ojalá las ideologías no acallen la común humanidad que nos hace hermanos de todos. Solo así podremos dejarnos abrazar y, de este modo, dejarnos salvar.