La homilía, un momento único


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Hace poco tiempo un sacerdote pidió en su cuenta de Twitter que la gente le aporte ideas para un libro que quiere escribir sobre las homilías. La propuesta tuvo una respuesta notable no solo por la cantidad de comentarios que generó sino también por la variedad de sus contenidos.



La muy numerosa participación lograda debe haber alegrado al inquieto cura, pero la diversidad inmensa de lo que en esas respuestas se reflejaba lo debe haber agobiado. Su intención de escribir un libro debe haber aparecido a sus ojos como un desafío enorme. El loable proyecto, que esperamos que continúe y se convierta en un valioso aporte, pone “el dedo en la llaga”: se trata de un tema muy sensible y urgente pero que no tiene una fácil solución. 

No es este el espacio para analizar el contenido de esas respuestas, pero la diversidad que ellas expresaban fue verdaderamente impactante, especialmente para alguien que día a día enfrenta el desafío de ofrecer una reflexión sobre el Evangelio a su comunidad. Desde aquellos que decían solamente “lo que tienen que hacer es prepararlas” hasta los que daban precisas instrucciones sobre el arte de la oratoria, pasando por los que exigían una duración de “menos de cinco minutos” a los que decían que “el tiempo que dure no importa si las cosas se hacen bien” era posible encontrarse con cualquier tipo de “aporte”. Se podían encontrar entre esas respuestas, algunas recomendaciones sinceras y afectuosas, pero también críticas a veces crueles, y, por qué no decirlo, algunas manifestaciones de notable ignorancia sobre el sentido del momento de la homilía.

Debo confesar algo: dejé de leer no solo por falta de tiempo sino también porque esa variedad de respuestas me resultó abrumadora. La sensación que me invadió fue muy clara: nada de lo que se dijera en una homilía ni cualquiera sea la forma en la que se haga podía resultar satisfactoria.

Homilia

La cuestión de fondo

Pero hay algo que sí debe ser reflexionado en profundidad y que los que tenemos la responsabilidad de predicar el Evangelio, durante la eucaristía, tenemos que considerar seriamente. Hay un cambio muy profundo que es urgente, que tanto quienes hablan como quienes escuchan, deberíamos tener en cuenta.

Antes, hasta hace poco tiempo, durante la homilía el obispo, el sacerdote o el diácono, expresaban lo que consideraban necesario a un grupo de personas que recibían ese mensaje como una enseñanza para sus vidas, como una ayuda, un consejo o una explicación de cuestiones más o menos complejas. Quien hablaba estaba de alguna manera “enseñando” y el que escuchaba “aprendía” algo. Ahora el que habla no enseña sino que está dando examen y el que escucha no aprende sino que está aprobando o reprobando al expositor. Antes el que hablaba exponía “desde la cátedra”, ahora se encuentra algo atemorizado frente a “un tribunal” que lo juzga. El resultado es muy triste, tanto para unos como para otros.

Quizás la causa haya que encontrarla en la actitud de tantos predicadores que en lugar de compartir con sus hermanos las palabras y los gestos de único Maestro, deformaron ese momento convirtiéndolo en un espacio para exponer sus conocimientos (o su ignorancia) sobre todo tipo de temas que nada tienen que ver con el Evangelio. Quizás lo que ocurre es que hoy nos dirigimos a personas “más adultas” a las que se debe hablar de otra manera. O, es probable, por qué no, que unos y otros deberíamos redescubrir el sentido de ese momento de la homilía que es diferente a cualquier otro.

Pero lo más probable es que quienes hablamos no tengamos suficientemente presente las dolencias, sufrimientos o desconciertos, de quienes escuchan y, simultáneamente, que quienes escuchan no reciban esas palabras como nacidas también de preguntas y sufrimientos en ocasiones profundos y dolorosos. Los predicadores somos tan humanos como los que reciben nuestras palabras, y esto no quiere decir solo que también somos pecadores, sino que nuestras palabras son fruto no solo de nuestros conocimientos sino también de muchas de nuestras búsquedas que aún no han terminado.

No es un tema menor. Algunas iglesias están vacías por este motivo. El desencuentro entre los pastores y los fieles pone de manifiesto que hemos olvidado la humanidad de unos y otros, que todos somos hermanos. Tenemos responsabilidades diferentes, pero en la liturgia y ante la Palabra de Dios, todos somos discípulos con necesidad de aprender. Con mucha necesidad de aprender.