Mientras más tocamos el misterio de la tierra y sus secretos, más humanos y divinos nos volvemos, pues hemos descubierto un pasadizo secreto al mismo corazón de Dios. El cultivo de la tierra en una huerta urbana, para aquellos que nunca experimentamos antes esa mágica sensación, es una terapia que nos centra y nos conecta con nosotros mismos, con lo verdadero, con la vida desnuda y sorprendente… Y nos salva cual vacuna contra el Covid-19 de la locura, de la desesperanza y de todos los efectos de la crisis que transitamos en la actualidad.
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Ya se nos adelanta con esta reflexión Byung Chul Han, filósofo alemán coreano, en su maravilloso libro ‘Loa a la Tierra’. Pero en esta oportunidad quiero dar mi propio testimonio para animarlos a probar este camino de contemplación activa de uno de los rostros más bellos del Señor.
Dedos verdes
No sé si se habrán topado ustedes con aquellos seres privilegiados que, con solo tocar una semilla, ya verdean de color. Son aquellas personas que poseen el don de encontrar plantas, cultivarlas, cuidarlas y rodearse de ellas como si fueran equecos en exposición. Hierbas, flores, hortalizas, árboles y todo lo que tenga posibilidad de ser sembrado, lo toman y lo multiplican como si las tuvieran bajo su control.
Bueno, ese no es mi caso. Como ciudadana de casa, rodeada de pavimento la mayor parte de mi vida, siempre vi con nostalgia y anhelo ese mundo que no me tocó. La tierra en mis manos con todo su esplendor, hablándome, siendo cómplice conmigo de una vida en gestación, no fue mi opción. Veía la vida natural en florerías, supermercados o en un almacén, pero nunca vivencié personalmente todo lo que implica entrar en este mundo de aromas, colores, sabores, texturas y mucha sabiduría y esfuerzo por montón.
Cuando partió la pandemia y su consabida cuarentena, oí el primer llamado de Dios. Me invitaba a entrar en su huerto y aprender el oficio del campo que a él tanto lo inspiró. Fue tal la locura de ver brotar mis primeros tulipanes, comer mis propias papas, saborear un melón o hacer conservas de las frutas que me ofreció mi huerta, es que se produjo la conversión. Mis dedos cafés, estériles e inertes para procrear vida en el útero de Dios, comenzaron a verdear igual que un tomate pintón.
La elocuencia de Dios
Saliendo de la vorágine de la ciudad, de la hiperconectividad, de las pantallas y el mundo online, me esperaba todo un universo de relaciones que probablemente me enseñaron mucho más que un magister de cualquier área profesional. Nunca en mis 51 años había sido tan consciente de las estaciones del año y de cómo ellas también se encarnan en todos nosotros, dando ritmos y pausas que no conocemos y que debemos respetar para crecer acorde a nuestra singularidad.
Desperté a la capacidad de asombro frente a lo pequeño, lo sutil que crece sin prisa, pero sin pausa, y cómo las noches oscuras y las tormentas son las mejores oportunidades para avanzar. Ver cómo una semilla ínfima se va haciendo espacio en la huerta, cómo lucha por el sol y el agua, es toda una inspiración para testimoniar la vida que me habita y que me da un día más para servir y amar. La belleza de cada flor, hierbas, frutos, tubérculos y hasta las malezas son una oda a la creatividad de Dios que no se cansa de bendecirnos con formas y combinaciones imposibles de pensar.
Qué decir de la cantidad de animales, insectos y aves que se nutren de este lugar. Entré como una más a competir por mi pedazo para que no me dejaran sin nada. Sin embargo, como una orquesta bien sincronizada, alcanzó perfecto para todos sin pelear. Conejos, pájaros, hormigas y mi tribu humana sentimos y gustamos toda esa fecundidad. Qué buen ejemplo de fraternidad y justicia sin acaparar nos dan aquellos que viven en el mundo animal.
Lecciones de humanidad en medio del barro
Todo el mundo de la huerta y la tierra se me figuran hoy lecciones de Dios que conmueven mi corazón e interpelan mi razón: la paciencia que exige la vida verdadera; el esfuerzo y el cuidado que implica; la resiliencia frente a la incertidumbre y el sufrimiento; el lidiar con la muerte y la enfermedad como algo natural; la necesidad de convivir con otros muy diferentes como un todo sin división; el dolor y el gozo como parte de un mismo prisma que se diversifica en su manifestación; la fuerza de la vida por encontrar su lugar en la mayor austeridad y adversidad; pero, sobre todo, cómo a través de la tierra se oye un llanto sordo y persistente que duele escuchar.
Si afinamos los sentidos de nuestro espíritu, más allá de lo evidente, en las entrañas de la tierra, es posible oír cómo Dios, con su rostro más femenino, nos dice que está sangrando por el abuso y la depredación; está lastimado por sus hijos e hijas más pobres que viven sin dignidad ni visibilidad en medio de un mundo acelerado, ruidoso y en extrema competición.
Al trabajar en un pedacito de tierra, aunque sea en macetas en un pequeño departamento en medio de los edificios o los pisos, podemos ingresar lenta y silenciosamente a este pasadizo hacia lo sagrado y eterno y entrar en comunión con ese sufrimiento universal y reaccionar para repararlo de algún modo.
Un modo de orar
Estar horas y horas picando, desmalezando, plantando, regando, contemplando, cosechando, es un camino de retorno a nuestro hogar: a ese lugar donde podemos entrar en diálogo y oración con Dios mismo y con la creación. Volver a la tierra nos hace más humanos, sensibles, agradecidos, pacientes, conscientes, perseverantes, fuertes, resilientes, sencillos, sabios, auténticos, trabajadores, entregados y responsables, entre muchas de las bendiciones que brotan en el espíritu gracias a esta especial oración.
Aprovechemos esta oportunidad en medio de la crisis que estamos atravesando, aunque sea plantando en un cajón. Veremos que obtenemos muchos más frutos y flores visibles e invisibles de las que podríamos acceder con una práctica compra en la mejor opción.
Trinidad Ried es presidenta de la Fundación Vínculo