“Ciertamente, los mecanismos de mercado ofrecen ventajas seguras; ayudan, entre otras cosas, a utilizar mejor los recursos; favorecen el intercambio de los productos y, sobre todo, dan la primacía a la voluntad y a las preferencias de la persona, que, en el contrato, se confrontan con las de otras personas. No obstante, conllevan el riesgo de una ‘idolatría’ del mercado, que ignora la existencia de bienes que, por su naturaleza, no son ni pueden ser simples mercancías.” (Centesimus annus 40)
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El peligro de idolatrar al mercado, de poner a este en el lugar que le corresponde a Dios, es algo generalizado en nuestra sociedad. Se considera al mercado descrito en nuestros modelos económicos como una institución natural que tiene sus propias leyes inexorables (las fuerzas del mercado) ante las que nada podemos hacer mas que plegarnos a sus designios. Se da a los mercados las tres atribuciones divinas: la omnipresencia, la omnisciencia y la omnipotencia.
- El mercado es omnipresente porque se considera que está en todo. Un matrimonio, una amistad, una asociación, un club de baloncesto contienen una parte económica que las caracteriza. El mercado está en ellas y nos sirve para comprender como funcionan.
- Por eso los mercados también son omniscientes, porque tienen capacidad para explicarlo todo. Acudir al equilibrio del mercado y a sus fuerzas es una buena manera de explicar los fenómenos sociales y personales. Nada escapa al análisis económico.
- Por último, al mercado se le atribuye la omnipotencia porque se piensa que las fuerzas del mercado son tan poderosas que, o ajustamos nuestros comportamientos a lo que ellas nos dicen, o seremos castigados por ellas y las consecuencias negativas serán terribles para nosotros. Los cosificamos y decimos que “los mercados nos castigarán” o que los “mercados están nerviosos”… Los mercados se presentan como los dioses griegos, se comportan como personas y con su gran poder castigan a quienes se salen de los senderos que han trazado.
El grave peligro de esta manera de ver los mercados es que convierten un instrumento (el modelo de mercado) que nos sirve para interpretar la economía, en un Dios que está por encima de nosotros y al que hay que rendir pleitesía y seguir sus dictados, porque si no lo hacemos así seremos castigados por él. Esto nos lleva a olvidar que los mercados son esencialmente creaciones humanas,
que nosotros creamos y a las que les damos las normas que creemos más convenientes. No están por encima de nosotros sino que somos nosotros quienes los creamos y les damos forma.