La Iglesia de la fraternidad: todos en Cristo desde el Concilio Vaticano II


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El Concilio Vaticano II sigue siendo una promesa de una Iglesia comprometida con y capaz de responder a los nuevos signos de los tiempos; surge de entre la soledad y el aislamiento de una Iglesia fragmentada para responder al compromiso de eclesialidad que pueda propiciar una verdadera vivencia de algo más cercano a la promesa del pueblo de Dios que Jesús hizo para la humanidad.



También se adquirió un fuerte aprendizaje a través de este Concilio, aprendizaje que no hemos querido escuchar por nuestra ceguera y por la cerrazón de fieles que están (estamos) demasiado centrados en cumplir con los preceptos, pero quizás con poca escucha a lo que el Espíritu de Dios nos quiere decir, y donde se vive un fuerte clericalismo hasta el día de hoy. Pareciera que preferimos permanecer inmóviles como institución, aún a sabiendas de que lo que permanece quieto en este mundo tan acelerado, seguramente morirá progresivamente o será revolucionado a la fuerza, mientras que el camino del Señor y de su Iglesia seguirán vivos encontrando siempre los nuevos caminos que hagan falta.

La construcción del Reino del que habló Jesús se hará desde nuestras acciones en comunidad y, especialmente, desde nuestra capacidad de transformar nuestro propio interior, una verdadera “metanoia”, para entonces sí tomar las riendas de nuestra vida y actuar en favor del pueblo prometido por Cristo haciéndolo vigente en el exterior con ese otro mundo posible donde quepamos todos y todas sin exclusión, y con un sentido de creciente plenitud y planificación de los que más sufren.

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El pueblo de Dios, fruto de esperanza

El pueblo de Dios es responsabilidad y un proceso que ha de nacer de la esperanza que acciona y mueve los corazones de hombres y mujeres para salir al encuentro del otro y comenzar con una revolución pacífica para reformar desde la acción cotidiana a toda nuestra Iglesia para que sea más fiel el proyecto de Jesús, y el modo de Reino que nos anunció.

Resulta fácil quedarse sentado y callado y pensar que la Iglesia está ya obsoleta, y no hacer nada al respecto, permanecer inmóvil criticando, abandonando este espacio, o esperando que otros hagan lo necesario por producir esa transformación. Incluso, son muy pocos los que asumen las propuestas evangélicas con radicalidad, desde su sentido de raíz, pero una cosa es cierta: los ideales evangélicos de la Iglesia son claros y son fruto de gran luz para quien quiere hacerlos propios y para quien busca realmente transformarse y transformar. No se puede seguir el Evangelio y no experimentar el cambio y ser parte del cambio al que Jesús nos llama aquí y ahora, y con una mirada de promesa futura (escatológica).

A la Iglesia la debemos entender como fuente de luz para nuestras vidas a partir de tantos ejemplos, de vivos y otros tantos que se han ido, que no muestran innumerables y múltiples modos de verdadero seguimiento de Jesús y de compromiso de vida, incluso hasta dar la vida, en la mayoría de los casos en entregas silenciosas y casi anónimas como suaves brisas del Espíritu de Dios que transforman la realidad cada día y todos los días desde lo pequeño, desde lo considerado insignificante. Estos testimonios, y vidas entregadas, son aquellas que más sostienen el camino hacia el Reino anhelado.

Si no nos sentimos parte fundamental en esta tarea de construir el nuevo pueblo de Dios, si no nos adentramos en nuestra Iglesia para conocerla desde adentro, y amarla en su barro y fragilidad, entonces seremos tan incongruentes y mediocres como tantos casos de representantes jerárquicos que se han instalado, igual que muchos seglares que critican sin salpicarse de la realidad concreta, sin deseo de construir, o quedándonos en prácticas ritualistas, necesarias como medios, pero que no adquieren su pleno sentido cuando se quedan en eso, y no producen la conversión de nuestros corazones y el compromiso con la construcción del Reino a la que Jesús nos llamó, y nos sigue llamando.

Todos somos Iglesia y todos somos absolutamente responsables del rumbo de nuestro caminar. Jesús mismo nos dejó una clara enseñanza acerca del seguimiento de las riquezas profundas de la Iglesia que es humana por ser una construcción de hombres y mujeres: ¨Hagan y cumplan todo lo que dicen, pero no los imiten¨ (Mt. 23, 3). Querer una Iglesia sin fallas y sin errores es pedir una Iglesia que no esté plenamente encarnada, y por lo tanto que no esté profundamente implicada en el proceso histórico de la humanidad. Es decir, sería una Iglesia idealizada, pero no realizada.

La propuesta fundamental de la Iglesia es el encuentro pleno con Cristo, y su seguimiento en el mundo y con miras al Reino; las enseñanzas y los procesos eclesiales son un intento humano, inspirado en la palabra de Dios, de propiciar ese encuentro, pero al final es Cristo mismo quien se nos entrega en encarnación, vida, muerte y resurrección, y donde la Iglesia quiere ser un lugar propicio para desencadenar ese enamoramiento y encuentro con Jesús hasta entregarlo todo para seguirlo.

Al ejemplo de Cristo

El Concilio Vaticano II refiere como el centro de todo el sentido de la Iglesia a Jesucristo, siendo éste el centro fundamental, para a partir de Él elaborar todo un itinerario de vida, e institucional, para una vida centrada en Él. El Concilio vierte en la humanidad la luz de la vida de Jesús como signo del camino que habremos de seguir, y deja el misterio de su vida como el sentido de la profundidad de la fe de todo hombre y mujer que quiere dejarse interpelar por su “buena nueva” y su “llamado”.

Seguir a Jesús es la posibilidad de trascender nuestro entorno para ser más Iglesia que abraza el misterio, y más Iglesia que camina como un solo pueblo de Dios en igualdad de todos los bautizados y bautizadas, aunque con ministerios y servicios distintos. La Iglesia no atrae hacia ella, sino que busca llevar hacia Jesús. No lo sustituye en Su nombre como administradora para experimentar a Señor en su ausencia. Su misión es que la humanidad experimente también su plena unidad en Cristo.

Todo proyecto cristiano y de Iglesia debe llevarnos a ser del mundo para transformarlo según la vida y obra de Jesucristo. Un compromiso cristiano que aleja del mundo y aísla, es definitivamente un proyecto de Iglesia estéril y sin posibilidad de reproducir con su propia existencia el modelo de Jesús como referencia absoluta.

Si Jesús no se nos hubiera presentado como hermano en carne y sangre, estaríamos construyendo otra Iglesia. Para entender lo verdaderamente especial de este hombre al que llamaron el ‘Mesías’, hay que entenderlo desde su contexto de vida y por sus actos que son causa y no consecuencia. Con su muerte y Resurrección, Jesús dejó huella en la humanidad para dar pie a la fundación de su Iglesia sustentada en el amor por el prójimo.

Jesús es para todos los cristianos el paradigma de humanidad, es decir, el modelo ideal de hombre y mujer, medida desde la cual se han de orientar todos nuestros actos como seres humanos para alcanzar la plenitud personal, comunitaria, y humanitaria. Ser Iglesia de Cristo debe llevarnos a sentir total responsabilidad por retomar su vida después de su muerte en la construcción del pueblo que siempre soñó. Jesús viene a nosotros por su Padre que es a la vez nuestro Padre a través suyo.

La Iglesia existe para hacer presentes los signos del Reino a través de la construcción de un Pueblo de Dios que transforma y actúa dentro de la historia, llamado a una misión común que se construye cada día a partir de la experiencia misma de ser comunidad en camino. La plenitud de la Iglesia, y el alcance de una vida en comunión con Dios, no es por medio del cumplimiento de las normas estructurales o la acumulación de títulos, riquezas, o reconocimiento; la verdadera gloria está en abrazar el mensaje de compromiso de Jesús, y anunciarlo y contagiarlo para ser cada vez más un mundo Cristocéntrico.

Por Mauricio López Oropeza. Director del Centro de redes y acción pastoral del Celam