Los relatos que narran las actividades de los discípulos de Jesús, después del acontecimiento de Pentecostés, nos muestran que la vida de aquellas primeras comunidades fue marcada por dos experiencias simultáneas. Por una parte, los textos reiteran a cada momento algo que ellos viven con sorprendente naturalidad: constantemente se hace referencia a la acción del Espíritu Santo interviniendo, tanto en los momentos más trascendentes como en algunos sucesos triviales. Y por otra parte, también con notable insistencia, se presentan sin ningún pudor las debilidades, errores y pecados de esos mismos discípulos que en otros momentos aparecen impulsados por el Espíritu del Maestro.
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El mensaje es a la vez claro y provocador: además de poner de manifiesto que es el Espíritu el que conduce a esas comunidades, ellos quieren que quede también claro que esa obra del Espíritu se realiza a través de hombres y mujeres muy frágiles. Pablo, con claridad, lo expresa así: “llevamos ese tesoro en recipientes de barro, para que se vea bien que este poder extraordinario no procede de nosotros, sino de Dios” (2 Cor 4, 7). El tesoro es extraordinario en su valor y belleza, pero los recipientes siguen siendo de barro a pesar de ser portadores de semejantes riquezas. Se repite así en los discípulos algo que de manera aún más impactante puede observarse en la figura del profeta de Nazaret: una fuerza arrolladora que se manifiesta en una fragilidad asombrosa.
El relato de Pentecostés, además de ser la descripción de un acontecimiento, de algo que ocurrió en un momento, es también la expresión de una experiencia compartida que continúa a medida que pasa el tiempo. Los discípulos se descubren a sí mismos impulsados por una fuerza que los sorprende; la única explicación que encuentran para lo que viven es que el Espíritu de Jesús está en sus corazones y actúa a través de ellos. Esa experiencia se prolonga hasta nuestros días. Así como la muerte y resurrección del Señor trascienden lo ocurrido en un momento histórico concreto, también el acontecimiento de Pentecostés trasciende lo ocurrido aquella fecha en la que “un fuerte viento sacudió toda la casa en la que se encontraban”. La historia entera de la Iglesia es la historia de ese barro portador de aquel tesoro.
Una fragilidad y una confianza
Desde hace dos mil años, la frágil barca de Pedro navega en las turbulentas aguas de este mundo y una misteriosa fuerza la mantiene a flote. La perspectiva de los siglos permite ver con claridad que la vitalidad de la Iglesia no se puede atribuir a la destreza o las virtudes (muchas veces muy escasas) de los hombres y mujeres que la integran. Pero hay algo más que solo una supervivencia difícil de explicar. Si se observa con detalle, en la historia se puede descubrir un fenómeno que se reitera: cuando la institución se fortalece en los planos políticos, militares, económicos e incluso intelectuales y culturales; simultáneamente se debilita su fuerza espiritual y su capacidad transformadora de la vida de las personas. En cuanto el barro deja de ser barro parece ocultarse la belleza del tesoro que contiene.
Esta experiencia de los primeros discípulos, y de todos los seguidores de Jesús a lo largo de los años, puede convertirse en un punto de referencia importante para nosotros, que somos los primeros discípulos que integramos la Iglesia en este inquietante comienzo del siglo XXI. Es posible que no sean tiempos malos estos tiempos de globalización, pandemia y desconcierto, en los que de muchas maneras está siendo expuesta ante el mundo la extrema fragilidad de la Iglesia. Por el contrario, quizás sea un momento propicio para experimentar nuevamente la vitalidad que nace de la fuerza del Espíritu.
Para que la Iglesia sea madre de todos, para que sea un signo creíble, para que sea capaz de comunicarse con valentía y claridad, es necesaria la experiencia del Espíritu, es necesario dejarse llevar por “ese fuerte viento”. Y esa vivencia es posible cuando se experimenta al mismo tiempo una pobreza que no es solo material. Ese es el testimonio de los mártires y los santos. Entonces ocurre el milagro: todos pueden entender el mensaje “cada uno en su propia lengua”.
Así como para desempeñar su misión entre los socialmente pobres la Iglesia debe desprenderse de muchas riquezas, también si quiere llegar a todos debe poder despojarse de muchas de sus seguridades conceptuales, de sus pretensiones de propietaria exclusiva de la verdad, de sus privilegios y de su lenguaje barroco. Solo desde esa fragilidad podrá entrar en el mundo de los angustiados, los inseguros, los que buscan a Dios sin encontrarlo, los que dudan, los que tienen miedo, los que están solos. Solamente de esa manera podrá ser creíble para aquellos que quizás no sufran penurias económicas, pero que necesitan con urgencia las palabras y los gestos de hombres y mujeres de fe que sean capaces de escucharlos y caminar a su lado.
Más que por grandilocuentes planes pastorales la Iglesia crece gracias a una fragilidad, como la de María. Lo único que María tiene como propio es su “pequeñez” y su confianza. Como le dice Isabel, ella es “feliz porque ha creído”. Allí reside la fuerza de los débiles.