La Iglesia nunca podrá solventar ciertas tensiones internas para siempre. Bien porque humanamente cada generación que llega está llamada a encontrar su sitio, bien porque resulta muy sabrosa como institución para ciertos poderes en este mundo. Es parte de su destino, que, como igualmente sabemos, en alguna época ha provocado su ruptura y división. Es así, siempre lo será. Lo que también hay en la Iglesia, por otro lado, es una capacidad de discernimiento y una sabiduría para la fraternidad incomparable. Ojalá brille en este tiempo.
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La globalización ha puesto más de relieve quizá estas tensiones. Las redes sociales y los ventanucos de la comunicación global [que siempre es local, por otro lado] se hacen eco incansablemente de noticias que desgastan y desesperan, que no dan tregua a ningún hijo pródigo, ni permiten la pacífica reconciliación de ninguna prostituta arrepentida. Es también algo que aprender, que nos debería obligar [en algún momento de mayor madurez, porque ahora está visto que no es el tiempo] a volver a lo esencial y abrazar analógicamente a todo hermano separado haciendo fiesta por el encuentro.
Faltos de comunión
A propósito de la liturgia, y todo el debate digital que se ha montado, la Iglesia siempre será Una. Y lo será en gran medida por la Eucaristía, más que por devociones particulares o intereses personales o causas colectivas. Lo será porque ahí se une entre sí y se familiariza con Dios. Eso es lo relevante, es lo que se debería [a mi modo de ver] transmitir. Que la Iglesia que camina unida lo hace en pequeñas comunidades con sus formas, con sus estilos. Y que mirar alrededor y ver que otros vibran en la Eucaristía, quizá con otras formas, es motivo de mayor alegría. No cabe duda de que allí donde se celebra con Espíritu y eclesialmente, la comunidad crece. [En más de un post de este blog, ya antiguo, he recordado que a mi párroco le he dicho no pocas veces que la Iglesia está falta de comunión. No solo la Iglesia mayúscula, en la que me pierdo, sino en la Iglesia local].
Si va de victorias de unos contra otros, eso será lo que sea, pero no es vida eucarística. Es claro. En el discernimiento que invocaba antes, creo que en gran medida la Iglesia ha sabido ver en la historia los signos que la vitalizaban. Y es ridículo creer que todas las partes del mundo necesitarán exactamente lo mismo, y que la comunidad no hará, como siempre hace, un ejercicio de camino propio en su misma realidad. No solo por el contexto, como suele decirse, y en aras de la inculturación, sino por el camino que sean capaces de emprender los mismos miembros de su comunidad y cómo acojan a otros en sus primeros pasos hacia la participación, hacia la renombrada sinodalidad, hacia encontrar su vocación y carisma, hacia su servicio y desarrollo de vida cristiana.
La Iglesia es Una no monolítica, sino Una vida compartida. Cuanta más alegría haya entre los miembros diversos, más Eucaristía. Y cuanto más sacrificio [Cruz] haya entre los miembros diversos, en el “unos a otros” del mandamiento del Señor en la noche de la Cena, más movilidad, más Vida, más plenitud [Resurrección]. Tanto cuanto, que decía Ignacio, el santo sabio del discernimiento.
Queda mucho por decir [vivir], porque el asunto es eterno. Más de seguimiento entre hermanos que de ejemplaridad y disciplina para el mundo. Y, como en todas las palabras del Credo, la fe que es personal también se recibe y se aprende en la Iglesia, no aislados y meditabundos, sino en la proximidad, el roce, el acercamiento. Si algo puede ser hoy la Iglesia en medio de una globalización tensa y salvaje es precisamente RED [con mayúsculas] que abarque y dé esperanza en el mundo entero. No creo que la lectura de los padres de la Iglesia, por ejemplo, por muy reducida que fuera su presencia allí donde escucharon, meditaron y escribieron, se sitúe en otro horizonte que no sea, precisamente, el de la mayor amplitud posible, el de alcanzar a todos, el de desear que en toda la humanidad brille con algún resplandor y gloria el Evangelio.