Encontrar a Dios en una experiencia profunda que nos lleve a tocar al otro como hermano en un mundo tan fracturado y tan lleno de impulsos superficiales es sumamente difícil, casi contracultural. Nos encontramos frente a un esquema de sociedad donde se vive bajo los esquemas de mercados, incluso humanos, tan competitivos, donde predomina la ley del más fuerte, y donde se nos va encaminando a una dinámica fratricida encubierta en capacidad de sobresalir y “ser mejores” que el resto, el otro deja de ser hermano para tornarse en competencia, en una potencial amenaza, o en un elemento que puedo aprovechar para escalar posiciones en esta vorágine para ser “superiores”.
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Ante todo esto es fácil pensar que Dios ha muerto y que ha dejado de hacerse presente entre nosotros; sin embargo, su presencia se sostiene en el amor absoluto, un amor que incluso respeta, hasta las últimas consecuencias, nuestra libertad de elegir el rumbo de nuestras vidas, tanto en lo personal, como en lo social.
Dios no permanece en silencio ante nuestra realidad, más bien sufre a través de los ojos de los que viven condiciones de vida infrahumanas, en los excluidos de tantas formas, y que son sus bienaventurados. Sufre a través de las vidas de quienes viven vacíos en sus vidas y proyectos, sufre en cada acto de violencia entre hombres y mujeres que atenta contra el sentido de fraternidad que se nos esconde y aleja cada vez más.
Crisis de fe
Dios es profundamente respetuoso al darnos el regalo de la libertad y permanece en un estado de sufrimiento constante al ver cómo dejamos que nuestros actos más instintivos prevalezcan por encima de nuestra voluntad, y por encima de nuestra capacidad de ser hermanos, de constituirnos en un verdadero “nosotros”. Sufre con los ojos de los niños que sufren, con los hombres y mujeres que lloran por la falta de oportunidades en este mundo; pero aún así respeta cabalmente su promesa. Permanece ahí, siempre presente, ofreciendo la posibilidad de acogernos para otorgarnos el amor más profundo, emanado de su gratuidad, cuando sea el momento propicio, cuando nuestro corazón así lo decida… es una tormentosa espera, pero que es promesa de otro mañana.
La religión cristiana que profesamos, para quienes hemos sido acogidos y formados en un entorno cultural asociado a esta expresión de fe, refleja la humanidad misma de quienes integramos este itinerario, ya que expresa múltiples claroscuros en la historia del ser humano desde que se ha hecho presente. Ha pasado por etapas de profunda cercanía a los hombres y mujeres, como también ha vivido una cerrazón recurrente de algunos sectores de nuestra Iglesia alejándola del proyecto de Reino profesado por Jesús para todos los hombres y mujeres en todo sitio.
Hoy la Iglesia se encuentra ante una realidad muy complicada por la pérdida de credibilidad y la falta de compromiso, por ende, al darse un humanismo individualista y una vivencia donde la ciencia y la razón se valoran por encima de la fe, resulta complicado acceder al misterio de Dios. Cuando de hecho, la experiencia de fe debería de ser un camino propicio para una mayor comprensión de la capacidad humana de abrazar la ciencia como instrumento al servicio de la plenitud de todas las personas, por tanto, del Reino.
Tal parece que hemos olvidado ese ayer y origen (nuestra historia) como marco de referencia, ya que la misma Iglesia de la fe cristiana tuvo el momento más trascendental de su historia en su propia fundación, siendo ésta la etapa que sentó las bases del verdadero seguimiento de Cristo en medio de un mundo de represión y persecución total; en un mundo totalmente dominado por la supremacía de las leyes o del poder opresor, más que en la creencia en el misterio de un Dios que es todo Amor.
La Iglesia de Cristo se enfrentó con la posibilidad de extinguirse por la persecución que sufrió.
Seguir a Jesús en un mundo como ése, pareciera casi tan difícil como seguirle en un mundo como el nuestro hoy; y, especialmente, porque la misma Iglesia que profesa ese seguimiento de Jesús está, tantas veces, tan vacía de ese ‘hombre fruto divino del amor de Dios’, para centrarse en sus propias estructuras, prácticas o posesiones, cuando en realidad todo este es solamente medio para el fin mayor que es el encuentro con Jesús.
Hay creyentes fieles que han abandonado su fe por no encontrar respuesta a su propia vida o a las preguntas-búsquedas más profundas de su corazón en este espacio y, especialmente, se alejan al encontrar tantas incongruencias que los hacen sentirse alienados de una Iglesia que, en muchos sitios, tiene de Cristo el nombre, pero no la praxis. Estas situaciones en torno a la Iglesia la llevaron a la crisis interna que vive en nuestros días. Con esto se abre la posibilidad de no creer, la posibilidad de configurar un ateísmo funcional o una sustitución del Dios de Jesús, por el nuevo ‘dios mercado globalizado’ y los otros tantos “dioses” que nos enajenan, que ofrecen respuestas inmediatas, pasajeras, a la medida, pero que nos van vaciando cada vez más del sentido de fraternidad al que estamos llamados como humanidad.
Un Dios a nuestra medida
Cuando el ser humano ha dejado de escuchar su propia interioridad y ha decidido creer que no es Dios quien lo crea, sino al revés, que él se crea ha sí mismo, es cuando viene la fuerte crisis de identidad y sentido a la cual nos enfrentamos hoy. La fe, o experiencia del misterio de vida en Jesús dentro de la Iglesia, se convierte en un mero accesorio o una actividad compensatoria para darnos paz y alejar cualquier sentimiento de culpa, o como una práctica cultural heredada que nada tiene qué decirnos con respecto a nuestras decisiones cotidianas o al modo en que nos ubicamos en el mundo y frente a los otros-as, sobre todo quienes viven situaciones de mayor vulnerabilidad.
Ahora la Iglesia no busca ya sobrevivir en un mundo de persecución, no busca tampoco defenderse de los invasores. Es un asunto aún más complicado: una creciente indiferencia o incredulidad prevalecen en los hombres y mujeres, más aún, un sentido de desarraigo dentro de una Iglesia que no solo no tiene nada qué decirle, sino en la que no se sienten acogidos, acompañados y promovidos hacia una vida más plena. El modelo económico-social propone nuevas y vacías maneras de llenar esa “dimensión espiritual” a través de productos hechos a la medida que muchas veces producen cierto “bienestar” momentáneo, pero que terminan por enajenar o vaciar los corazones.
Retomar la experiencia de Dios
Se trata de vivencias de fe que llevan al aislamiento; vivencias de fe desde un estilo predominantemente místico o carismático que traen una momentánea paz interior, sin ningún llamado al compromiso por el otro.
Estamos ante un panorama de un mundo postmoderno. Hemos hecho de la experiencia de Dios una manipulación según nuestro estado emocional o de ánimo, o como un producto de mercado más. Hemos subordinado a Dios para hacerlo un objeto de nuestro contexto y de nuestro mundo, y es así como no es más el Dios de la vida, sino nuestro propio dios manipulable y reflejo de nuestra superficialidad.
Es necesario entender el proceso de los seres humanos desde su propia historia para poder delinear búsquedas nuevas para el futuro. Desde la vivencia de la fe es importante retomar el sentido de la experiencia de Dios y circunscribirla en la Iglesia que busca ser sacramento entre los hombres, abrazando sus esperanzas y dolores, acompañando sus vidas, y promoviendo el encuentro con los otros-as, sobre todo lo más vulnerables y vulnerados; es necesario entender la experiencia espiritual como un quehacer construido desde nuestra dimensión humana y desde el encuentro, y como tal, no exime a la misma Iglesia de ser reflejo de las contradicciones y confusiones propias del ser humano, por ello debe estar ella misma en proceso permanente de reforma y de purificación interior.