Le dijo a su viejo amigo: “¿Quién os iba a decir hace diez años a los jesuitas que seríais llamados por obispos para hablar de un documento como Amoris laetitia?”. “¿Y quién nos dice que nos seguirán llamando dentro de 10 años”, le respondió el religioso. “Pero mientras tanto, que nos quiten lo bailao”, añadió.
La anécdota ilustra el ambiente de esperanza que aletea en este pontificado, sin dejar de pisar una realidad voluble como una fumata. Los hijos del Concilio lo recuerdan con el deje con el que las abuelas conminaban a terminarse la comida al rememorar su posguerra.
Ese ambiente de que hay tanto por hacer se vivió el 4 de mayo en las II Conversaciones PPC, que abordaron los retos de la exhortación postsinodal de Francisco. Se habló, claro, de la y las familias y, en expresión de José Beltrán, director de Vida Nueva, de su diverso tallaje. No todas las etiquetas con la L o la M sientan igual a todo el mundo. Y con la familia pasaría algo parecido. Lo mismo que en su día Adolfo Domínguez revolucionó la moda española reivindicando la belleza de la arruga, el caudal de ternura que fluye por Amoris laetitia nos hace ver sin temor a decirlo que la imperfección también es bella.
En esas Conversaciones se vieron hermosos testimonios imperfectos, familias edificadas desde el escombro con amor, derrotados que se sostienen tras el derrumbe gracias a los lazos que tejen proyectos intercongregacionales, parroquias, laicos comprometidos en su casa y en la vida pública. Eran ejemplos que nada tenían que ver con el estereotipo ideal que se proclama en otros eventos y congresos, testimonios que no aguantarían el dictamen favorable de la estricta oficialidad, pero que tenían un acento inequívocamente evangélico.
Lo mismo que la arruga rompió la dictadura de las líneas rectas y reivindicó la gracilidad de las caídas de los tejidos, en ese foro de diálogo se habló de otras caídas, del daño de quienes las sufren y de una Iglesia que se asoma a los accidentados para levantarlos de la cuneta y ayudarles a recomponer su vestido.