La insensatez revolucionaria del Papa


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Habrán leído y oído lo contrario, pero yo, sinceramente, no me lo acabo de creer. El Papa tenía miedo antes y durante el viaje a Egipto. Es una persona, e incluso el más bragado –salvo que sea un auténtico descerebrado, cosa que sus críticos no desechan, aunque no lo formulen así– se lo piensa antes de meter la mano en un avispero. Y más sin guantes. Jesús tuvo miedo. Y también pensaron que era un insensato.

Es esta, como aquella, una insensatez revolucionaria. Por contraposición, como entonces, a un mundo lleno de sensatos que nos empujan al abismo. Trump no lo sabe, pero Francisco, con su abrazo al Gran Imán de Al-Azhar, ha hecho más contra el yihadismo que la madre de todas las bombas lanzada quince días antes por el presidente norteamericano, quien, de paso, quería mostrarle al también cartesiano líder norcoreano los kilotones de su política exterior.

En mayo de 1935, un Stalin autocomplaciente y sin imaginar qué rincón le tenía reservado la historia, se preguntó cuántas divisiones acorazadas tenía el Papa. Son las mismas que hoy sigue manteniendo Francisco. Y tiene una fe ciega en ellas. Tanta, que ni quiere acorazar su vehículo para que ni siquiera esa medida le separe de aquellos que sufren, también a pecho descubierto, la sensatez que hoy se va imponiendo en el mundo, la cordura de los mercachifles que traen fundamentalismos y populismos bajo el brazo.

Esta insensatez papal –pero que también la vemos a diario en tantos hombres y mujeres trastocados por el Evangelio– es una escuela de paz porque te deja desarmado con sus gestos. Hay que aprovecharla mientras dure, porque, a día de hoy, no hay líder mundial que tenga la capacidad de seducir que tiene él, ni que goce de las cotas de credibilidad que alcanza Bergoglio, incluso entre quienes están en las antípodas de su pensamiento. La ONU debería hacerle caso y quitarle un poco de trabajo.



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