Es duro y paradójico escuchar en la misma conversación a alguien que se queja de los prejuicios que sufre y acto seguido se despacha a gusto sobre otras personas con los propios. Como si fuera un mecanismo de defensa que revela el lugar en el que está, sin pensar nada más.
Un prejuicio es un pensamiento curioso y rígido. Viene de algún sitio. Nada nace de la nada. Se aprendió, quizá sin saber que se aprendía. Por un comentario, por una vivencia, por una inferencia. Se quedó ahí y pulula generalizándose sobre otras circunstancias o personas similares, nunca iguales ni idénticas. Pero sobre el prejuicio, cuando se descubre, se reconoce una especie de injusticia o maldad.
Se ven en todo orden, profesión, vocación, realidad. Sean médicos o profesores, funcionarios o de iniciativa privada, políticos o colectivos sociales… Todos esos ámbitos que viven de generalidades se nutren, lo reconozcan o no, de prejuicios. Y mucho me temo que la Iglesia en su conjunto no es extraña a todo esto. Dispone de un bagaje de ideas con una larga historia, que caído en la mente de alguien que comienza a vivir funciona como una especie de detonador de toda la realidad circundante. Sobre todo cuando se trata de cristianos que piensan poco y carecen de la experiencia prudente del trato con el otro.
La búsqueda de prejuicios es muy interesante. Es dar el salto de lo concreto a su fundamento. Ahí está su origen, lo que late en el fondo. Queremos comprender la realidad de una vez por todas, tener todo claro y vivir seguros. La ciencia es una especie de método sistemático de busca de “prejuicios”, pero que ha perdido su norte en lo más humano, en lo que menos comprende. Los prejuicios, también los científicos, no son hoy un conocimiento cierto sino una reducción del misterio, que como misterio es imposible comprender del todo y no deja de ser misterio ni aunque lo nombremos como tal.
La filosofía, de algún modo radical, busca también los prejuicios como equilibrio entre lo que hay ahora presente y lo que subyace en el fondo de toda realidad sustentando lo que vemos. La búsqueda del ser es la búsqueda del mayor de los prejuicios, la que encontraría algo que decir sobre todo y sobre cada caso particular. De ahí que el prejuicio más sano de todos entre los posibles pensamientos humanos sea el de la concordia y la unidad, el que permita el acercamiento y la comprensión, y no el habitual modo como entendemos todo esto del “prejuicio”, como discordia, distanciamiento y separación.
Sería hermoso, lo contemplo así, aproximarse a toda persona con el prejuicio, no dicho porque no haría falta decirlo: “Tú eres alguien”, y por el mero hecho de serlo mereces dignidad, atención, cuidado, respeto, ayuda, solidaridad… y tantas otras cosas que nuestro mundo “vende tanto” y “ejerce tan poco” (en general, valga el prejuicio). Cuando lo comprendemos así, vemos que hay personas que se sitúan en un marco en el que es fácil decir esto, porque viven rodeados de “más o menos” iguales en condición y situación. Otros, sin embargo, se sitúan en las fronteras de la existencia donde los prejuicios son terriblemente dolorosos, puros muros infranqueables e indestructibles desde fuera. Esas personas, misioneros al más puro estilo de la palabra, merecen todo mi elogio. Ser misionero es apostar por una vida sin ningún tipo de prejuicio que vaya más allá de “el otro es alguien que merece ser amado”.