Ianire Angulo Ordorika
Profesora de la Facultad de Teología de la Universidad Loyola

La mejor versión


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Mi gusto por el cine me viene bastante de familia materna, pero no es raro que me rodee de personas que también les gusta y acabemos, en un momento u otro, hablando del tema. Es lo que me pasó el otro día cuando, en una cena con amigas, hubo un momento dedicado a esas series y películas que unas y otras habíamos visto y que nos habían hecho pensar.
Como tenía reciente esa conversación, aproveché el viaje de regreso a Granada para ver ‘La sustancia’, una película de Demi Moore que resulta bastante desconcertante. Si consigues superar las escenas más desagradables y sanguinolentas, no es difícil reconocer una invitación a reflexionar sobre el edadismo o sobre la necesidad de ser reconocidos y valorados. Me da la sensación de que, una vez más, la ciencia ficción convierte en caricatura rasgos que todos compartimos de un modo u otro.
No quiero hacer ‘spoiler’, pero el argumento gira en torno a la promesa de conseguir “la mejor versión de una misma”. La expresión os sonará familiar a quienes me leéis con frecuencia. El problema es que esa “mejor versión”, que funciona con la protagonista a modo de una especie de ‘Doctor Jekyll’ y ‘Mr. Hyde’ semanal, en realidad es su ideal de juventud y belleza, respondiendo a las expectativas del resto. Aceptar que ambas versiones son la misma persona, de modo que los excesos de una dañan a la otra, y que es necesario mantener el equilibrio entre ellas, será la problemática que impulse la trama.
Después de verla es imposible no hacerse preguntas sobre el peso que tienen las expectativas ajenas a la hora de despertar deseos, la dificultad que tenemos los humanos de acoger la fragilidad y despedirnos de aquello que nos hace valiosos a ojos de otros, lo que somos capaces de hacer por lucirnos y brillar ante los demás o sobre cómo somos capaces de desear e incluso perpetuar aquello que experimentamos como dañino. Y todo esto, del que resulta difícil sentirnos exentos en una u otra medida, nos sucede también a las instituciones.

Gastarse y desgastarse

Como Demi Moore en la película, tampoco nuestras comunidades eclesiales sabemos siempre aceptar los diversos rostros que la fragilidad va adquiriendo en nuestra vida. Por más que pueda resultar inconfesable, a veces también a nuestras instituciones les quema el anhelo por “rejuvenecer”, por más que sea a costa de confundir el querer de Dios con esas expectativas demasiado humanas de ser muchos, fuertes y eficaces al servicio de lo que creemos que es bueno. Siempre tentados de confundir, como la protagonista, por qué vale la pena gastarse y desgastarse, podemos entrar en dinámicas que hieren a la propia comunidad a medio y a largo plazo. Ojalá se nos vaya haciendo cada vez menos cuesta arriba presentarnos ante los demás como dice Pablo: “débil, tímido y tembloroso” (1Cor 2,3), porque es el único modo de anunciar al Crucificado.