¿Por qué la misa tridentina ejerce un poder de seducción tan elevado entre los nostálgicos del pasado? Las restricciones impuestas por el papa Francisco motu proprio a la liturgia romana anterior a 1970 ha provocado la indignación de los sectores más intransigentes, que han anunciado su intención de continuar con el rito de una u otra forma. La misa tridentina no es un simple anacronismo, sino una declaración de intenciones que revela una feroz oposición al espíritu del Concilio Vaticano II y a los gestos de apertura de Francisco. La misa tridentina parece una caricatura de la mesa compartida, símbolo del espíritu cristiano. Dar la espalda a los que acuden a escuchar el Evangelio y utilizar un idioma incomprensible para la mayoría constituye la negación del talante abierto y dialogante de Jesús de Nazaret, que jamás negó el pan ni el vino a los que buscaron su compañía. Jesús habló de una forma clara y sencilla, prescindiendo de formalismos y buscando siempre el rostro de los demás.
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Todavía quedan simpatizantes encubiertos de Marcel Lefebvre, según el cual “no se puede dialogar con los masones o con los comunistas, no se dialoga con el diablo”. Los masones y comunistas a los que se referían Lefebvre eran los promotores del Concilio Vaticano, a los que no perdonaba que hubieran exaltado la libertad religiosa, el ecumenismo y la colegialidad. La Iglesia debía seguir siendo una monarquía y, como tal, un muro de contención de la democracia, un invento del liberalismo ateo e igualitario. Lefebvre planteaba dos opciones: “obedecer (al Papa) con riesgo de perder la fe, o desobedecer y mantener intacta la fe; obedecer y colaborar en la destrucción de la Iglesia, o desobedecer […]; aceptar una Iglesia reformada y liberal, o pertenecer a la Iglesia Católica”. Acusaba a los reformistas de propagar “una religiosidad sentimental, superficial, carismática, […] estéril, incapaz de santificar la sociedad y la familia”. Desde su punto de vista, la Iglesia se había puesto al servicio de “la Masonería judía internacional y del socialismo mundial”.
“El rito de la misa nueva es un rito bastardo”
Como cabía esperar, Lefebvre rechazó con virulencia los ritos litúrgicos aprobados por Pablo VI: “El rito de la misa nueva es un rito bastardo, los sacramentos son sacramentos bastardos, ya no sabemos si son sacramentos que dan la gracia o que no la dan”. Los sacerdotes que reivindican la misa tridentina son los herederos ideológicos de esta perspectiva. Angustia saber que proliferan entre las nuevas generaciones. Se les identifica fácilmente: sotana, barba estilo Daesh, verbo apocalíptico. En las redes sociales, suelen adornar sus perfiles con imágenes del Imperio español, afirmando que la Hispanidad fue la obra maestra de Dios. Sostienen que fray Bartolomé de las Casas mintió y que los pueblos nativos no sufrieron abusos ni fueron masacrados. Esta forma de interpretar la historia y la moral evoca el pensamiento de Charles Maurras, apóstol del nacionalismo más reaccionario. Maurras admiraba a la Iglesia Católica como institución antidemocrática y autoritaria con dos mil años de historia. En cambio, despreciaba el mensaje evangélico, donde solo apreciaba un sentimentalismo opuesto al elitismo jerárquico que defendía. Partidario de un catolicismo despojado de la ética cristiana, Maurras gozó de enorme popularidad entre el clero francés, pese a que Pío IX condenó algunos de sus libros. Contrarrevolucionario y enemigo del internacionalismo, apoyó el régimen colaboracionista de Vichy, lamentando que no adoptara medidas más duras contra los judíos. En una línea similar, los contrarrevolucionarios de hoy, tal como se definen algunos de los sacerdotes jóvenes con sotana y barba de yihadista, se alinean con esa ultraderecha que demoniza a los inmigrantes, denigra a las feministas y hostiga a los homosexuales. Sin duda, son los continuadores de las ideas de Maurras, que habría aplaudido sus posiciones.
Francisco ha justificado su decisión de limitar las misas tridentinas, alegando que los gestos de sus predecesores, permitiendo su celebración, obedecían al propósito de contrarrestar el cisma promovido por Lefebvre. El objetivo era garantizar la unidad de la Iglesia, pero la autorización de usar el Misal Romano promulgado por Pío V se ha utilizado para “aumentar las distancias, endurecer las diferencias y construir oposiciones que hieren a la Iglesia y dificultan su progreso, exponiéndola al riesgo de la división”. Detrás del uso del Missale Romanum de 1962 se esconde “un rechazo creciente no solo de la reforma litúrgica, sino del Concilio Vaticano II, con la afirmación infundada e insostenible de que ha traicionado la Tradición y la ‘verdadera Iglesia’” Francisco señala que “dudar del Concilio es dudar de las propias intenciones de los Padres, que ejercieron solemnemente su potestad colegial ‘cum Petro et sub Petro’ en el Concilio Ecuménico y, en definitiva, dudar del propio Espíritu Santo que guía a la Iglesia”. No se puede hablar de ruptura o traición. El Misal Romano reformado por el Concilio Vaticano II conserva todos los elementos del rito romano. Dado que se ha hecho un “uso distorsionado” de la licencia concedida por Benedicto XVI y Juan Pablo II para celebrar la misa con el ‘Missale Romanum’ de 1962, no cabe otra alternativa que revocar la decisión de los pontífices anteriores. Francisco advierte contra esas “nuevas parroquias personales, vinculadas más al deseo y a la voluntad de sacerdotes individuales que a la necesidad real del santo Pueblo fiel de Dios”. A partir de ahora, la misa tridentina solo podrá celebrarse con una autorización expresa del obispo y no podrá utilizarse en ningún caso para formar grupos que alienten la división y la confrontación.
Francisco ha actuado con valentía, poniendo freno a las tendencias más intransigentes de algunos sectores, que invocan la tradición para defender posturas que rozan la ilegalidad. La Iglesia no es una monarquía, sino una comunidad de iguales donde las responsabilidades se reparten conforme a la vocación de servicio. Así lo estableció Jesús. El Camino Sinodal impulsado por Francisco para afrontar el tercer milenio quiere renovar la Iglesia, incrementado el peso de los laicos y las mujeres. Los obispos alemanes han planteado un reto más radical, abordando la necesidad de alumbrar una nueva moral sexual. La fidelidad al Evangelio no se mide por la oposición al preservativo, sino por el compromiso con los más vulnerables. Los tradicionalistas muestran una enorme preocupación por las formas, pero ignoran las necesidades de sus semejantes. Sostienen que el sufrimiento es un don enviado por Dios para promover la perfección espiritual. Han olvidado que Jesús dijo: “Misericordia quiero, no penitencia” (Mt 9, 13). Si las reformas de Francisco no avanzan y se consolidan, la Iglesia se convertirá en un islote antidemocrático. No dejemos que Maurras triunfe sobre el Evangelio. Que la misa sea una mesa compartida, no un rito arcaico y vacío que solo convoca a una minoría enemistada con el mundo moderno.